17/1/09

Retrocedió hacia las habitaciones con sigilo, pero las maderas vetustas lo traicionaron. Esperó. Lo otro también acechaba.
Ramón dejó de percibir la otra presencia -fuera hombre o bestia- de un instante al siguiente. Se quedó con toda la prevención contenida, ignorando qué hacer con ella. Sin que interviniera su voluntad, regresó a la habitación. Se vistió y salió tan silenciosamente como había entrado, con las botas en la mano para no despertar a la abuela. Recién se las puso en la calle.
A pesar del calor y del peso centuplicado de cada movimiento, avanzó tal lo deseara un rato atrás: igual a un río henchido por las lluvias. Se deslizaba por el medio de la calle y sus pasos evitaron, por mera intuición, cualquier piedra o hue­lla que hubiese cambiado el ritmo de la carrera. Llegó a la casa de Medina.
Previendo el ataque de ese perro con alma de lobo al que Medina había bautizado Pilincho, Ramón caminó con cuidado. Estaba dispuesto a evitar cualquier en­cuentro violento. Mas el perro no apareció. "Se habrá ido de parranda", pensó Ramón.
Una raja de luz se filtraba por la ventana: una vela. Entró al terreno. Curiosamente, sus pisadas rebotaron contra la pared espesa del silencio.
Medina abrió la puerta de un tirón. Lo apuntaba.
-¡Gurí! -gritó Ramó.
Ya a la luz lo vio completamente armado.
-El Pilincho -dijo Medina mientras le alcanzaba un M36 y una PP súper-. Se lo cobró hace un rato. Lo que habrás tardado en llegar. Mi perro por el suyo. No sé cómo no te tropezaste con él. Salgamos por atrás. Pero algo es seguro: o el otro o yo, alguien cae.
El frente de tormenta avanzó con ellos y alcanzaron el límite de la selva bajo las chispas de los relámpagos.
Esperaron para aquietar la respiración. Casi no se veían, pero estaban seguros de que las miradas les bri­llaban en la oscuridad, como cuando –según la leyenda- en los eclipses los yaguaretés se tragan el sol por un rato.
Sin consultarse, tomaron la dirección del sobrado inutilizado con gasoil.

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