17/1/09

“Serpientes y pájaros, cazador y presa en vida, compañeros en la muerte”.
La voz resonó en el sueño del Gurí Medina y él despertó de un salto. Recordó el mármol en el taller de Juan Signar y también recordó la anécdota que le había contado una tarde que volvían de la casa de Mafalda.
Ellos, los tramperos que la habían cazado, estaban enardecidos por el vino del asado y por el encono del animal. Habían apalabrado la serpiente al director de un zoológico y no se iban a dejar ganar por una bestia incapaz de pensar.
El cuero se le arruga en pliegues espesos cuando la apuran con estacas. Silba, enojada, y se retuerce y ondula sobre sí misma como una bandera de escamas triangulares. La obligan con palos y con redes den­tro de su cárcel de madera. Suben todo, prisionera y celda, a un camioncito que la lleva, a los tumbos, sobre la ruta de polvo colorado.
La serpiente se acomoda a la semioscuridad, enrollando el cuerpo flexible en una espiral de tejidos poco menos tibios que los humanos. Parece un juego de cotillón antes de la fiesta. Su pobre cere­bro apenas alcanza para lo elemental, hace un esfuerzo inmenso tratando de apreciar esta situación. Trata de recorrer la caja con la lengua, tentando una tabla y otra; primero con pequeños pun­teos, luego más confiada. Descubre huecos que dejan pasar la lengua. Cada vez más alta su cabeza, cada vez mayor el recorrido en busca del aire, del olor que la oriente, mientras el traqueteo del camino de tierra la golpea y sacude de un lado para el otro haciéndole difícil mantenerse sobre la base de sus anillos. Hasta que por fin percibe un rayito de luz más fuerte. Su mirada se expande. Los ojos de la serpiente, redondos y sin pár­pados, están hechos para medir la redondez del suelo.
Asoma la cabeza, cuenta el que la había cazado, entre dos tablas, la mete como una cuña, a presión, comprimiéndose para poder deslizar los treinta kilos por el intersticio. Ahí está, como una cuerda, pujando por pasar a través de las dos tablas.
El cazador no contó el hecho exactamente así, fue mucho más escueto. Pero los matices estaban escondi­dos en el relato, igual a las distintas imágenes que el viento dibuja con las nubes. Y, más tarde, el Gurí recordará la anécdota como si todos esos detalles tácitos le hubieran sido revelados. Contaron, finalmente, que el camioncito había dado un barquinazo –era lo que suponían porque nadie estaba dentro de la caja para haberlo visto- y que la jaula improvisada pegó contra un costado. Un golpe seco desnucó a la serpiente aún luchando por salir. Las dos tablas se cerra­ron sobre el cuello del reptil como fauces de madera.
Dijo el camionero que recién la encontraron prácticamente partida en dos cuando llegaron a la estación de tren donde iban a embarcarla para la capital. La cabeza estaba apoyada sobre las tablas, como si durmiera so­bre su propia trampa, y, más abajo, el cuerpo era una cascada de escamas opacas.
-Pucha que nos arruinó la fiesta -se quejó el hombre-. Nunca más agarramos una así de grande.
La botaron. Ni siquiera el abrazo de la tierra. La botaron a un barranco, que se pudriera al sol por ase­sina, y por desobediente al querer escaparse, dijeron.

No hay comentarios: