17/1/09

Tormenta

El hombre se alejó despacio. El perro, siguiéndolo, mantuvo la distancia hasta asegurarse de que el otro no deseaba regresar.
Al rato, cuando ya las malezas habían tragado la figura del extraño, se oyó el mimby a lo lejos, igual que un hilo de agua sobre la tierra seca.

Diríase que la noche está por caer más temprano que de costumbre. Es que una tormenta se apresta a acariciar la frente ardida de los trópicos. Por la línea del horizonte que se vería si no hubiese árboles, crece un murallón de nubes tan negras como las piedras viejas de las ruinas abandonadas. La luz del sol poniente les incendia los bordes con un encaje de fuego. Las nubes siguen trepando por los escalones del viento hasta que el sol ya no alcanza: la fiesta en el cielo se acaba.
También la tierra sabe de la tempestad por las señales de sus habitantes. El musgo ínfimo interrumpe su latir. Un poco más arriba, las hojas caducas que se estaban tornando sepia por la humedad y el calor dejan de desintegrarse y sólo pueden exhalar un intenso olor medio acre y medio dulzón, como si su ciclo vital –cumplido demasiado rápidamente- todavía oscilara entre el brote y la madera. Las larvas de mariposas y de moscas han estado removiendo este cementerio vegetal durante todo el día, ya sea para transformarlo en los colores de sus tejidos o simplemente por el placer de sentir la tibieza de la fermentación. Pero también ellas perciben algo. Las crisálidas se inmovilizan y la lenta evolución hacia los colores que les harán terminar sus cortas existencias en algún tablero de coleccionista, queda interrumpida. Otros insectos cavan túneles que los alejan de la superficie peligrosa.
Más arriba, los helechos mecidos por el caer de una gota o por el vuelo espasmódico de un yerutí (1), se repliegan sobre sí mismos, como puños. Los arbustos tiemblan apenas, pero de placer. Sus hojas verde oscuro, verde claro, verde gris siempre esperan un soplo de aire que nunca llega por ser demasiado espeso el techo más verde allá arriba. Llegan, sí, los hocicos y los dientes y las mandíbulas voraces de los animales. Cercenan brotes tiernos, arrancan corazones pálidos para el diario holocausto de la vida. Pero también ellos se han aquietado en sus guaridas secretas, y multitud de ojos brillantes nunca vistos, vigilan en la penumbra a la espera de que el cielo baje a la tierra.
Hay calma hasta en las copas, siempre alborotadas por monos inquietos y por el escándalo de las chirípepé (2). Los vencejos que todavía no han llegado a destino vuelan en espiral. Les gusta este juego de planear y dejarse mecer mientras abajo una alfombra compacta oculta los ciclos de quienes no pueden desprenderse del suelo. Sin embargo, no quieren alejarse demasiado de sus nidos detrás de las cataratas para poder refugiarse en cuanto el peligro sea inminente. Los produce un vértigo placentero este riesgo hasta último minuto. Aprovechan los caprichos de la brisa, el tobogán de una corriente más fría. Se llaman, pero no es el canto festivo de la madrugada ni el desafío de las notas en celo. Son gritos cortos, espaciados por silencios descoloridos. Llamadas de atención entre ellos para que también los otros audaces los reconozcan.
Hasta los árboles semejan soldados tiesos a la espera de una orden: la orden del viento.
Las copas se cierran sobre la cabeza de Ramoncito, los troncos antes familiares parecen amenazarlo. Recuerda las piedras arrojadas contra los yerutíes, las mariposas que atrapó y piensa en el alma del Intangible, dispersa en cada una de las víctimas de su gomera.
Las primeras gotas caen sobre el techo de hojas. Un relámpago ilumina brutalmente el sotobosque y enseguida el rayo se entierra como una lanza gigantesca.
Está perdido.
Mbiguá tiene el rabo entre las patas. Gime. Tiembla.
Y como una luz que rompiera el encantamiento, la voz de la abuela:
- ¡Ramón! ¡Ramoncitooo!

Ramón miró indeciso la gomera que le sobresalía del bolsillo. Si era cierto que el alma del Intangible estaba en toda criatura viva, lo había estado hiriendo en cada pájaro cazado, en cada mariposa perseguida para arrancarle las alas. ¿Tampoco las serpientes podían ser apresadas? Tampoco ellas. ¿Y la que habían querido enviar al zoológico? Cuando la encontraron muerta, colgada entre los barrotes de la jaula, el Intangible había sido lastimado.


(1) yerutí: colibrí
(2) chirípepé: cotorrita

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