17/1/09

Ataque

El Pilincho tenía un tajo en el costado, pero lo malo eran esos ronquidos. Los flancos se agitaban por la falta de aire. Medina trató de abrirle las fauces. Un brillo desesperado viboreó en el fondo de las pupilas celestes. Ya casi no había tiempo. El hom­bre cargó al perro en el jeep y lo llevó hasta lo de Juan Sigmar.
Los faros iluminaron el galponcito de taxidermia y Medina no pudo evitar la imagen del Pilincho embal­samado. Tocó bocina varias veces para superar el ruido de la tormenta, pero no hubo reacción. Entonces llevó en brazos el pesado fardo que ahora era el perro y cruzó el patio patinando sobre el légamo pegajoso hasta la puerta de entrada.
Pateó la puerta. Adentro se encendió una luz.
-Juan, se me muere el Pilincho.
Lo acostaron sobre una mesa. Seguía boqueando y tenía los ojos vidriosos. Con apenas una gotita de éter, Juan logró abrirle las mandíbulas sin encontrar resistencia.
El taxidermista, con una delicadeza inesperada para el caso, metió la mano en la boca del perro, tratando de no ahogarlo.
-Aquí, aquí hay algo -musitó, concentrándose en alcanzar lo que, por el esfuerzo evidente, estaba muy en el fondo de la garganta.
- Lo tengo -y empezó a extraerlo.
El perro, medio atontado, dio un gran suspiro. Pareció absorber todo el oxígeno de la habitación.
Acercaron a la luz del farol lo que había obstruido la garganta.
Era un dedo humano. El índice de la izquierda, arrancado de una dentellada brutal que lo había enco­gido un poco, se curvaba como un signo de interrogación sobre la identidad de su dueño.
El Pilincho seguía tirado sobre un costado. Los con­templaba al sesgo, los ojos bien abiertos, la lengua afuera. Una gran calma lo había invadido después de la doble lucha contra el hombre y la muerte. Recién entonces Juan notó la herida de cuchillo. La desinfectó, cortó el pelo circundante. El perro dejaba hacer. Lo vendaron para que las mos­cas no se cebaran.
Ya la noche casi había huido. Medina se estremeció.
Juan le alcanzó una manta. Puso agua a calentar. Preparó el mate. Medina contempló la perfecta espiral de yerba. Del centro surgía la misma bombilla que recordaba haber visto hacía mucho tiempo, cuando Mafalda estaba afuera y ellos iban a venti­lar la casa clausurada.
El veterinario respetó su silencio. Conocía lo bas­tante al Gurí como para saber que sus palabras subían lentamente desde las napas más hondas. Si tardaba en pronunciarlas era porque buscaba seguridad en los conceptos. Parecía un ídolo o un cacique, envuelto en su man­ta y con los ojos amarillos refulgiendo en el gris amanecer.
Como si Juan se lo hubiera preguntado, dijo:
- Ya se quién fue.
El Pilincho, dormido, seguía acezando a los pies de su amo.


Hubo una tarde un poco menos tórrida que de costumbre. La picada paralela al río había sido destruida por la gran inundación y era imposible seguir en jeep. Ramón y el Gurí Medina siguieron a pie por el médano que había borrado el camino viejo. Las hojas lanceoladas del pajonal les llegaban a los sobacos. El runrún de la vegetación contra sus ropas era como el vaivén acompasado de las olas en la tosca. Las cigarras parecían perpetuamente empeñadas en su canto. Pero en medio de su fanfarria, Medina percibió un cambio, como si se aplacaran. Luego hubo un silencio absoluto, especie de marea verde que tapó todos los otros sonidos de la selva: el tijeretazo de las chiripepé, el palmoteo del río, el chirrido de un colibrí. Arriba crujió una rama. Después, muy lejos o muy débil, hubo algo así como un gruñido, también una leve agitación que podía ser de hojas o telas al rasgarse. Los dos hombres avanzaron a lo largo de la costa del río en fila india aprovechando el viento a su favor. El Gurí atisbó entre las ramas de la orilla hacia el otro lado del cauce.
Vio, enfrente, un bote de remo. Un hombre pescaba. Tenía vendada la mano izquierda.

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