17/1/09

El taxidermista

(Cuando contempla las imágenes, vuelve el delirio de la fiebre. Yaguareté, tapir, colibrí, irupé, palo rosa, el Kaingang, el Intangible. Los cuadros ya no se le pa­recen. Él es él, el Gringo -que no era tal-, con su flauta de tacuapí. Y también es el Gurí. Su rostro ha cambiado, pero se reconoce en la carbonilla, en el óleo, en los pasteles. Siempre él. ¿O el Gringo? ¿O los dos en uno? Sí, es él, él mismo. No se había visto antes esa cicatriz vertical bajo el labio. Pero es él, no cabe duda, más adelante, cuando sea más gran­de, más asonado. Gurí hombre. Medina. Y vuelve a oír la voz del sueño: "Soy el Kaingang, el Intangible, peregrino nuevo del camino viejo".)
-Arriba, Gurí, no te quedes mirando los cuadros tanto tiempo. Te vas a meter en ellos si no.
Regresábamos a la casa de Juan.
Él hacía mate cocido en un jarrito de lata y le agregaba leche. Quiso enseñarme a embalsamar pájaros. Pero me acordé de que los pájaros deben gozarse en libertad. Lo decía. Juan se ponía colorado.
-De algo hay que vivir -contestaba.

Juan era incapaz de enojarse con nadie. Hasta se asustaba un poco si le gritaban.
Y cuando hacía mucho calor, repetía:
-Una heladera es lo que necesito, así no se me malogran las piezas sin preparar. No se puede trabajar tan rápido.
Apilaba los maniquíes de madera en un rincón de la mesa. El único lujo del taller era una tabla de már­mol que se había hecho enviar especialmente desde San Luis. Parecía un trozo rectangular de río conge­lado. En la superficie verde, quieta, las vetas ma­rrones eran como serpientes sorprendidas en el momen­to de hacer la contorsión. Alguna habría intentado huir hacia las profundidades y la eternidad inmovilizó el final de su cola flexible. Otra habrá deseado escapar en carrera zigzagueante y quedó paralizada como un trazo de líneas sinuosas. Sobre estas serpientes prisio­neras, Juan Sigmar apoyaba los cuerpos muertos de sus pájaros embalsamados. Serpientes y pájaros, cazador y presa en vida, compañeros en la muerte. Por encima de la mesa, sobre un estante adosado a la pared, los instrumentos de metal brillante se alineaban en un orden obsesivo, como soldados listos para presentar batalla.
Las cartas que enviaba Mafalda también eran de color verde. Un verde pálido como el que deben de te­ner los árboles en el norte de Italia, donde los invier­nos son largos, dicen, donde los Alpes soplan vientos fríos contra el aliento cálido que sube del Mar Mediterráneo, dicen. Eran como redomas esos sobres, henchidos de un suave hálito a limón que hacía extrañar con más inten­sidad la presencia de Mafalda. Sus cuadros habían merecido buena crítica. Pero ella echaba de menos las lluvias torrenciales, la vegetación exuberante. De­seaba oír el zumbido de los mosquitos; era la mejor música que hubiera conocido jamás. En cada una de las cartas hablaba del regreso, le recomendaba que estudiara, y a Juan, el cuidado de la casa.
Una vez, pero fue sólo una, escribió que en el trópico el tiempo no pasa pues no se nota el cambio de las estaciones. No se envejece en el trópico, escribía.
Comprobé que, cuando cerraba la verja al irnos, Juan se pasaba el brazo por la cara y comentaba que el perfume en la casa de Mafalda le daba picazón en los ojos.

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El Gurí empezó a rechazar la acti­vidad de Juan. Imaginaba ver los pájaros embalsamados ensa­yando un canto inaudible por obra de las mismas manos que le preparaban la merienda y algo muy parecido al asco creció hasta ya no poder aceptarla.

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