17/1/09

Encuentro

El sol alargaba sombras parecidas a barrotes sobre la tierra de la avenida Tres Fronteras cuando Ramón emprendió el camino del bar. Se había lavado como para sacarse de encima la desesperación de aquel mediodía.
Pronto divisó la tierra apisonada frente al local. Le extrañó no ver al patrón sentado a la puerta.
Mala señal la silla vacía. Sólo dejaba de ocuparla cuando adentro había algún borracho pegajoso.
Ramón cruzó el pedazo de tierra asperjada y, antes de entrar, se detuvo. Le llegaba como una marea el murmullo de alguien que rezongaba. Cada tanto, la voz se levantaba en una sílaba enfática o al comienzo de una oración para decrecer como una ola en receso y perderse, otra vez, en la inmensidad anónima del susurro.
Un cubilete puntuaba irregularmente los silencios. Tuvo que acostumbrar sus ojos a la penumbra. Es­taban los de siempre. En una mesa se jugaba a los dados con cubos oscurecidos de tanto repartir azar. En otra, un paisano solitario ahogaba la mirada en una botella de tinto.
El recién llegado se acercó al mostrador, tratando de no pisar la cola del perro tendido sobre las baldosas  rojas. El murmullo provenía de un rincón a espaldas del muchacho, quien se acodó en el  mostrador y pidió sangría. Por momentos, el murmullo subió un poco de tono, pero no volvió a exacerbarse en notas destempladas como las que Ramón había oído desde la calle. Con el vaso en la mano, se dio vuelta hacia el rincón.
Reconoció el sombrero de paja que había visto a mediodía, en el bote. Ahora lo tenía infi­nitamente más cerca, pero no veía la cara porque el hombre mantuvo la cabeza gacha. Le volvió la espalda. Si se corría un poco a la derecha, no perdería de vista al otro a través del espejo que colgaba, alto y sucio, de la pared de enfrente. El cazador se sirvió más vino. Lo llenó hasta el borde y un poco más. El líquido rebasó y formó un charco sobre la mesa. Apartó la botella y el vaso con la diestra. Se corrió el sombrero hacia la nuca e, inclinándose sobre la mesa, chupó el tinto derramado. Un mechón renegrido le cayó sobre la frente. Al incorporarse, Ramón le pudo ver la cara, joven y curtida. El hombre guardó silencio unos minutos, mirando atónito, como si no supiera qué ha­cer del vaso. Desde la trastienda, oculta por una cortina de tiras de plástico pringoso, Ramón descubrió la figura vigilante del dueño del bar.
Reconoció la culata de una escopeta asomando al lado del cazador, quien mantenía el brazo izquierdo caído entre las rodillas. El hombre empezó a farfullar.
-Años entrenando -dijo.
Se agitaba. Siguió pronunciando palabras ininteli­gibles, hasta que:
-¡Perro fiel! -gritó-. Fiel. Bueno para caza.
Enseguida pareció gruñir o aclararse la garganta.
Ramón no dejaba de observarlo: cualquier gesto del otro hacia el costado significaba zambullirse detrás del mostrador. Levantó su propio vaso y bebió mi­rando la imagen que le devolvía el espejo por sobre el borde del vidrio.
-Conozco calzado. Sé quién fue.
Recién entonces descubrió la mirada de Ramón en el espejo. La sorpresa lo endureció y antes de que nadie pudiera moverse, tomó el vaso y lo arrojó contra el cristal: en el lugar veía la cara de Ramón.
El espejo se vino abajo en una lluvia de caireles.
Al mismo tiempo, el dueño salió de su escondite, ágil a pesar del gran volumen. Tumbó una silla antes de llegar al borracho, pero cuando éste quiso llevar la mano a la escopeta, ya le había sujetado el brazo hacia atrás y lo obligaba a ponerse de pie.
Trató de liberarse. El exceso de alcohol le daba mu­cho que hacer y el movimiento iniciado como puñetazo se diluyó en el aire buscando un punto de apoyo. Tenía la mano izquierda vendada.
En pocos segundos, el dueño lo dirigió hacia la puerta. De un empujón lo mandó a la calle. Todavía lo encañonó con la escopeta que le había quitado en el forcejeo.
-Andáte ahora. La próxima, te echo al gendarme encima.
Lo siguió apuntando hasta que el otro se perdió a los tumbos en la primera oscuridad de la noche.
La mujer del dueño ya barría los vidrios rotos. Ramón pidió otra sangría para bajar el susto.
-Estos, catire, son muy peligrosos -le confió el gordo-. Se criaron en la selva y siguen meti­dos allí. Generalmente están solos y todo lo aprenden de los animales. Salen muy de tanto en tanto, las pocas veces que tienen ganas de hablar. Cruzan el río y se vienen de nuestro lado, porque creen que no los cono­cemos. Su propia gente no los quiere por lo peligrosos. Si cae alguno, podés estar seguro de que no lo va a reclamar nadie.
Se secó las manos en un trapo maloliente.
-Borracho. Es capaz de liquidarnos a todos. Llegó a la tardecita. Parece que hoy le mataron un perro. Estuvo llorando no sé cuánto tiempo. Creo que es a lo único que quieren. Si es de los que mamados pier­den la memoria, estoy bien. Pero si se acuerda de la escopeta, seguro vuelve.
Hacía rato que los demás se habían ido. Ya casi era hora de cerrar.
-¿Cuánto le debo, don?
Ramón pagó. Cuando estaba saliendo, lo llamó el dueño.
- ¿No querés llevarte la escopeta? Por ahí te hace falta.
Aceptó el ofrecimiento, más como apoyo moral que como ayuda práctica. La escopeta estaba en tan malas condiciones que parecía peligrosa hasta para quien la usara. Trató de disimularla a lo largo del brazo y salió a la calle.

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