17/1/09

Medina

la desconfianza del Toto. En un momento yo fui su ene­migo, el yaguareté, y no me iba a perdonar la vida. Había dejado de creer en mí.
Me dolió, Gurí. Te juro que me dolió. ¡Él había sido tan inocente hasta esa tarde!
Desde entonces trabajo no más como veterinario. A lo mejor ponemos una tintorería con Mafalda Querciola, la pintora, cuando vuelva.
- ¿Te escribió?
- No, pero si vuelve …

El Guassú arquea su poderoso lomo bermellón. Llama con voces ocultas. A lo lejos el rugido de las cataratas es interminable.
Las aguas golpean contra la costa del pequeño barranco, como una flor de irupé al abrir y cerrar sus pétalos. Ramón se hunde con lentitud en el agua. Cree adi­vinar a la madre surgida de la selva en el líquido un poco fresco, envolvente. Láminas de plata le recorren la espalda.
La selva entera parece haberse ocultado en el cauce para abrazarlo con su ronda. Y es el canto retorcido de las cigarras y es una corzuela brincando y es la do­rada lluvia de flores de caña fístola. Y un lento tucán ahíto de frutas. Y es el ybajaí con su agria frescura. Todo lo contiene el río y lo hace suyo. El cuerpo de Ramón, al mojarse, se mezcla con el olor acre de un gato onza y con el crujido del guatambú y del petiribí, con el vuelo incierto de una hoja seca. El Guassú le da a Ramón lo que él no tiene, vuelve a engendrarlo como un padre generoso. Nada le falta ya.
Éste es su lugar. No hay ningún otro que pueda con­tenerlo mejor.
-Me quedo -dijo al regresar a casa de la abuela. Ella aceptó. Apenas esbozó una duda cuando dijo: -¿De qué vivirás?
-Seguro que en el parque hay trabajo. Tienen máquinas. Casi terminé el industrial. Puedo ofrecerme ahí.
Resultó correcto. También hacía falta gente joven y voluntariosa, comentó Medina, el jefe. Gente joven, había dicho y él sólo contaba doce a quince años más que Ramón. La piel oscura y tensa sobre los pómulos altos denunciaba un lejano antepasado indígena. Era un excelente baqueano Medina, y de tanto escudriñar el suelo en busca de huellas, una fina red de arrugas había tejido su telaraña clara alrededor de los párpados. Con el tiempo, Ramón aprendería que la mirada dura se le ablandaba a la vista de un tamanduá (oso hormiguero) go­loso -torpe buscador de hormigas- o de un yerutí (colibrí), único ser que es flor y es pájaro a fuerza de volar entre las corolas y el cielo. En los raros momentos de expansión, a Medina le gustaba contemplar el río. Lo tranquilizaba con su gorgoteo monótono y su apa­rente mansedumbre. Era como si la tierra se hubiese hecho líquido y retozara al sol. El basalto de sus pu­pilas se tornaba azabache y una lucecita diminuta le bailoteaba con el cabrilleo del agua.
Le estaban avasallando el parque, dijo una vez, y no tenía suficientes hombres para cuidarlo. Pero se detuvo ante la inutilidad de la protesta. Siempre calla, porque ha aprendido que las palabras sólo sirven para determinar los límites entre la nada y las cosas. Para explicar, no para solucionar los hechos.
-Venga -le ordenó otro día-. Vamos a ver un barrero (1). A lo mejor encontramos algo interesante.

(1) Nombre local que recibe un espacio de suelo barroso pisoteado por animales silvestres, generalmente atraídos por un cebo o en busca de agua.

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