17/1/09

26 - Kayunikú

Aspiraron el olor grumoso de la noche, que es cuando las hojas exhalan el aliento fermentado durante el día. Les pareció sentir cómo convergían sobre ellos miles de miradas espiándolos desde escondrijos secretísimos.
Cada uno de los habitantes de la selva les transmitía su fuerza vital, su aptitud más característica. Y los dos hombres caminaron como flotando sobre ese magma de instintos concéntricos. La proximidad del peligro los hizo insensibles al cansancio que se col­gaba de sus prendas igual a un pesado légamo. Los empujaban mil voluntades potentes e incontaminadas. La niebla comenzó a enredárseles en los pies. Cada paso desataba un remolino de brumas.
Medina se detuvo. Muy bajito, musitaron las palabras de la vieja profecía aborigen:
-El Peregrino no está solo. Alguien lo acompaña, aunque tarde en seguirlo...
-Débil es el que está a su lado, todavía no sabe (tampoco quiere) pero él es el que sigue por el camino.
-El Peregrino lo hará crecer y se hará fuerte, re­cién cuando caiga ...
- ... porque el primero es el presente y serán como dos en uno.
La angustia de Ramón se aplacó. Había una explicación para todo. El Peregrino era el espíritu de Kayunikú –el cacique protector- reencarnado en el Gurí Medina, tal como antes se había reencarnado en el hombre del mimbí. Él, Ramón, era el que había tardado en seguirlo porque no sabía. Ahora sí, eran como dos en uno. Por pri­mera vez entendía las viejas palabras recitadas a dúo con el amigo. Ellos eran los últimos eslabones de una cadena. Ramón, ignorándolo, solo había sido obediente. Ahora era el heredero de un mandato.
-Ramón, esperame aquí –el murmullo del Gurí lo sobresaltó.
Y antes de que Ramón pudiera contestar, el otro se había alejado.
Un fogonazo destelló entre los árboles y casi ense­guida sonó un disparo.
- ¡Gurí!
El silencio se desplomó con los goterones que ca­yeron a pico, atravesando copas espesas, agujereando hojas que habrían sido como escudos. Los árboles gimieron. El viento revolvió la niebla que se dispersó en jirones de espuma absorbidos por la lluvia y el vendaval.
Ramón vio al Guri tirado a lo largo, con la tierra colorada manándole del pecho por un boquete que había surgido al embestirlo el rayo del hombre. Los otros rayos, los del cielo, se sucedieron sin des­canso como para prestarle luz a los ojos dorados que se apagaban.
-Toma, Catire, seguile con mi arma. No me tapes. Abrígame, tierra. Cúbranme, aguas.
Cada palabra le hacía surgir un nuevo borbotón colorado por ese agujero que ahora amenazaba soca­varle el pecho de lado a lado. Ramón lo miró unos segundos más.
La luz de otro relámpago señaló, en el rostro de su amigo, la nueva cicatriz perpendicular al labio inferior que le hendía el mentón de arriba abajo. El Gurí se iba transformando poco a poco en el cacique enterrado de la leyenda. Entonces Ramón supo, como en una iluminación, que cuando él muriese ostentaría la misma cicatriz que el Gurí Medina pues había tomado su lugar.
Lo dejó con los párpados levantados para que su espíritu tuviera un lugar limpio de sangre por donde escapar hacia los árboles, los pastos, los venados.
Tomó la pistola ofrecida. Se deslizó hasta cerca de un guapoí. Una fortaleza nueva, desconocida, lo impulsaba. Alcanzó a ver la mancha blanca de una mano vendada asomando detrás de un árbol.
Apuntó cuidadosamente.
Con pulso firme, disparó.




                               F I N

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