17/1/09

Después de la fiebre

Algunos vecinos llegaron hasta la plaza. Paso a paso se cerraban sobre la iglesia.
La vieja, viendo que el Gringo no se detenía, re­trocedió un poco.
-¡Alto, Anticristo! -sacó de sus bolsillos negros y misteriosos una cruz y se la presentó al Gringo.
Nada.
El Gringo levantó la cara como si mirara al cielo. Había en él toda la paz que le faltaba a la Eduviges. El sol le daba de lleno y entonces pudimos ver esa cicatriz de arriba abajo, que iba por el medio desde el labio inferior al mentón.
-¡liiich! iMe va a matar! -gritó la vieja.
Nadie hubiera hecho nada si el Gringo no hubiese sacado el mimby del bolsillo. Nada más saber que tendrían que aguantarse esa música otra vez, los puso frenéticos a todos. El que no tuvo piedras a mano levantó un puñado de tierra.
El Gringo consiguió salvarse, su sombrero de cuero, no. Te lo guardé, Gurí, por si te interesaba.“
Nunca había visto un sombrero así. Trató de plan­charle las abolladuras empujándolas hacia afuera con el puño; imposible, porque la forma estaba endurecida por los mu­chos soles. Pero … a pesar de la temperatura, ni una mancha de transpi­ración había marcado el interior.
El Gurí se lo calzó. Cayó la noche sobre la cabe­cita oscura: el borde del sombrero se deslizó hasta bajo los ojos.
-Para lo que sirven las orejas. Mafalda -siguió Juan- dijo que era de salvajes lo que habían hecho. Lo que pasa es que a ella le gusta la música.
La señorita Mafalda esperAlgunos vecinos llegaron hasta la plaza. Paso a paso se cerraban sobre la iglesia.
La vieja, viendo que el Gringo no se detenía, re­trocedió un poco.
-¡Alto, Anticristo! -sacó de sus bolsillos negros y misteriosos una cruz y se la presentó al Gringo.
Nada.
El Gringo levantó la cara como si mirara al cielo. Había en él toda la paz que Ie faltaba a la Eduviges. EI sol Ie daba de lleno y entonces pudimos ver esa cicatriz de arriba abajo, que iba por el medio desde el labio inferior al mentón.
-¡liiich! iMe va a matar! -gritó la vieja.
Nadie hubiera hecho nada si el Gringo no hubiese sacado el mimby del bolsillo. Nada más saber que tendrían que aguantarse esa música otra vez, los puso frenéticos a todos. EI que no tuvo piedras a mano levantó un puñado de tierra.
El Gringo consiguió salvarse, su sombrero de cuero, no. Te lo guardé, Gurí, por si te interesaba.“
Nunca había visto un sombrero así. Trató de plan­charle las abolladuras empujándolas hacia afuera con el puño; imposible, porque la forma estaba endurecida por los mu­chos soles. Pero … a pesar de la temperatura, ni una mancha de transpi­ración había marcado el interior.
EI Gurí se lo calzó. Cayó la noche sobre la cabe­cita oscura: el borde del sombrero se deslizó hasta bajo los ojos.
-Para lo que sirven las orejas. Mafalda -siguió Juan- dijo que era de salvajes lo que habían hecho. Lo que pasa es que a ella Ie gusta la música.
La señorita Mafalda espero a la Eduviges un domingo y cuando la vieja salió de misa, le gritó: ¡Criminal! Después se fue despacio, por el medio de la plaza, alta bajo la sombrilla. La Eduviges se quedó chillando como una rata y yo me acordé de esos cuzquitos que ladran para molestar a los caballos y que sólo sobreviven porque el bruto no lo es tanto. La señorita Mafalda, antes de irse, me dejó la llave de la casa para que se la ventilara de vez en cuando. Hoy tendría que abrirla un poco -agregó.
Rechinó la reja.
Abrieron las ventanas y la Iuz desnudó fundas blan­cas que cubrían los muebles. Los espectros volaron perseguidos por las sombras netas que surgieron bajo las sillas, bajo la cama de bronce. El mosquitero soltó los sueños aprisionados entre sus mallas.
Juan abrió un ropero. Casi una flor más, brotó el aroma de Mafalda. Juan extendió dos sombrillas de encaje.
Medina fue al estudio. Una enredadera de flores rojas había avanzado sobre el marco de la ventana y las hojas proyectaban sombras en el piso. Parecían medallones de luz. Las paredes estaban tapizadas con su imagen: el Gurí a la carbonilla, al óleo, a la tempera, de perfil, de frente, su risa, el llanto que no le había conocido, el entu­siasmo de narrador. Nunca se había visto tantas veces ni tan distinto, y siempre él. ¿Cómo la mirada de Mafalda había sido capaz de descubrirle los repliegues del alma?
Cuando verse tantas veces le produjo vértigo, volvió a la otra habitación.
Encontró a Juan con la cabeza hundida entre los vestidos de la pintora. Aspiraba ruidosamente, como si estuviera por ahogarse. Siguió así, sin notar al Gurí. Una tabla del piso crujió.
Juan Sigmar se dio vuelta, avergonzado. Tenía los ojos enrojecidos:
-Me gusta la fragancia que tienen.
-El perfume de la señorita Mafalda -contestó el Gurí, por decir algo.
-Me gustan porque los usó ella.
¡Era tan fácil! Uno sentía el olor de cada persona y la conocía mucho mejor que si hablara con ella. -Está bien, Juan. Yo me voy a mirar los cuadros de nuevo.
Los suyos, entonces, habían quedado. Como si no los hubiera podido desprender de esta tierra, como si fueran raíces. Mejor así. El Gurí no podía separarse nunca de ese lugar ni de las vidas que lo poblaban.
Cuando estaban cerrando la reja, Juan agregó:
-Mafalda te dejó un recado. Dijo que siguieras estudiando.
Sin darme cuenta, reemplacé las visitas que hacía a la señorita Mafalda por escapadas a lo de Juan Sig­mar. Había tomado la costumbre de corregir mis tareas de la escuela, como lo había hecho ella. Muchas veces se me hacía difícil concentrarme, ya fuera por el calor o porque a mi mente siempre le gustó volar. Al verme distraído, Juan me decía:
-Vamos, Gurí: la casa de Mafalda necesita aire -y nos íbamos calle abajo para orearla.
Era una excusa. Nos separábamos al trasponer el umbral. Juan iba al ropero y metía la cabeza entre los vestidos colgados de perchas cubiertas por un relleno de estopa para proteger las prendas. Yo, al taller, a observar mis propios retratos. Por la ventana abierta entraba la luz neta de la tarde. Su intensidad parecía inmovilizar los objetos en un espacio más definido, los hacía brillantes.
Ángulos y colores penetraban el aire como si qui­sieran romper sus propios volúmenes. Se colaba el perfume de los árboles de kiri. Higueras de la India, también les dicen, plantadas por manos nostálgicas en un clima que sólo logra multiplicarles la profusión de hojas triangulares. Las ramas se ahogan en esta geometría enloquecida. Los pequeños frutos se esfuerzan vanamente por madurar. Y en el calor de la siesta exudan una fragancia pesada más cercana a la muerte que a la seducción.
Ver mis propios retratos era ver mi cara futura. ¿Cuál, la que Mafalda señalaba?

                                      

Margay: es un gatito predominantemente arborícola y nocturno, con ojos grandes, que aún vive en nuestras selvas y es muy difícil de ver. Foto tomada por la autora en un zoológico privado de Misiones.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Un agradable paseo por misterisos mundos agenos, que nos evocan recónditos lugares de los nustros.
Conosemos el olor de una persona, y conosemos de un modo profundo pero enigmatico,algo inefable de su ser.
Gus

Anónimo dijo...

Gracias, Gus. Un entorno real para una ficción propia.