17/1/09

El xilófono

Conocí a Mafalda Querciola cuando yo todavía era, para todos, el Gurí.
Fue el día que le trajeron el xilófono en el "paquete”. Así llamaban a esos barcos que navegaban con enormes ruedas de pala a los costados. Venía de todo a bordo de los paquetes: lo que se encargaba a la Ca­pital, algún aventurero bien acompañado. De estos, unos se internaban en la selva para recoger las piedras preciosas de los buscadores de geo­das. Eran los que regresaban al puerto para tomar enseguida el barco de vuelta. También había buscados por la ley. Pero eso se sabía recién al repasar la lista de pasajeros.
Ella pintaba (aunque nunca habían visto sus cua­dros) y se había establecido en el pueblo para trabajar tranquila. Era de buen ver, más bien regordeta. La veíamos ir a misa con una sombrilla blanca de encaje. Siempre iba de blanco, desde los zapatos abotinados hasta los zoquetes y los guantes cortos de puntilla.
Hacía rato que se murmuraba en el pueblo lo del xilófono encargado por la señorita Mafalda. Anuncia­ron su llegada varias veces. Y siempre encontrábamos una excusa para ir al puerto a esperar. Quienes conocían el instrumento, hablaban de unos tubos largos pegados uno al lado del otro, un teclado para los pies y uno para las manos. Otros decían que era una hilera de tablitas metálicas y que se golpeaban con un palito.
El xilófono llegó al comienzo de las lluvias. Quedábamos pocos de los primeros curiosos. El agua caía en sábanas y cada gota dejaba una coro­nita de tierra chirle. El puerto era igual a un pisadero con grandes boñigas de tierra roja.
Bajaron una caja de madera alta, chata, muy an­gosta. En cuanto la apoyaron en el piso, empezó a hundirse de costado. Gritamos. Yo corrí a buscar una piedra para ponerla en la base. El resto del grupo se apartó por si los aplastaba al caer. Total, la caja quedó parada sola en medio del barro y la lluvia. Cuando me di vuelta, ya no se movía. El agua le res­balaba por un costado. Al otro lado, Mafalda trataba de proteger el bulto con su sombrilla de encaje blanco. Los muchachos trajeron una puerta medio podrida que arrancaron de la casa abandonada. Entre todos cargamos la caja como si fuera una persona. Apenas veíamos por la lluvia y cada uno trataba de encontrar el camino más corto hasta la casa de la pintora. Ella seguía sosteniendo la sombrilla sobre la caja. Creo que en vez de llevar la puerta, todos nos agarrábamos de ella para no caer y la señorita Mafalda debió hacer un gran es­fuerzo por mantener la dirección del grupo. Sus zapa­tos abotinados eran puro barro y, cada paso, una lucha entre ella y él, que quería hacerla resbalar.
Por fin, llegamos. Ahora se iba a aclarar la duda: si el xilófono eran tubos 0 tablitas. Hasta habían co­rrido apuestas. Inútil. Mafalda nos hizo depositar la caja en la galería y nos despidió a todos después de convidarnos unas galletitas hechas por ella misma. (A mí me dio dos).
No nos atrevimos a pedirle ver el instrumento, como lo hubiéramos hecho con cualquier otro vecino.
Rondé la casa muchas veces, a la salida de la es­cuela, hasta que me llamó:
-Medina -desde la puerta.
Debía comprarle algo. Volvió a convidarme con las mismas galletitas de la otra tarde. Se deshacían en la boca dejando un gusto raro. Dijo que era jengibre.
Llegué a hacer mandados para ella todas las tardes. Le fui contando de mis nueve hermanos, del yerbatal, de la escuela.
Se rió cuando le dije que para montar a caballo me subía a un poste. Empecé a llevarle bichitos y flores que ella no conocía porque nunca había salido del pueblo. Se maravilló con el tornasol de las avispas y con las manchas amarillas en la panza de las hor­migas yaguareté que hacen creer que tienen la cabeza por el lado de la cola y así atacan cuando son atacadas.
Le conté también cuánto me gustaba quedarme espiando a los insectos. Siempre pedía la misma historia: la de la avispa verde y la araña.
Los dos insectos luchan a muerte. La avispa tiene el vientre verde metálico y largo. Parece un péndulo o una pata más cuando levanta vuelo y deja colgar las seis extremidades. Zumba la avispa su canción. Uno la creería canción, pero es el zumbido de las alas y amenaza para la araña que la espera abajo, defensiva. La avispa zumba mientras calcula dónde ha de clavar su estilete. Y cuando la araña se cansa del acecho, apenas se distrae, le cae la avispa encima. Su veneno empieza a recorrer a la araña. Las patas no le responden, nin­guna de las ocho, y aunque la empujen con un palo, ella no se mueve, pero está viva. La avispa zumba otro poco, revo­lotea por allá y por aquí. Espera a que su enemiga termine de ablandarse. Cuando está segura, aterriza. La toma con las dos patas delanteras y la arrastra hasta su guarida. Mucho más tarde, Juan Signar, el embalsamador, me explicó que la avispa pone sus huevos en la cueva y que cuando salen las crías, de a poco se van comiendo a la araña todavía viva, pero paralizada. Es para que tengan comida fresca, me aclaró.
Mafalda odiaba a las arañas. "Porque están escon­didas -protestaba-, siempre a la espera de las víctimas inocentes, de los pobres insectos que tienen el destino de volar".
Esto decía, y se le­vantaba para aplastar a un mosquito contra la pared.
-Voy a hacer tu retrato -anunció un día-. Pero tendrás que venir todas las tardes, sin faltar una, siempre a la misma hora, y quedarte mucho tiempo sentado, quieto.
Imagen: colección personal de la autora.

No hay comentarios: