17/1/09

Pilincho

Hasta que apareció uno, el último en una jauría de perros abandonados cuyo destino era recorrer las calles de Tres Fronteras buscando paliar el hambre. La jauría en su conjunto era semejante al grupo de solte­ros juerguistas de todo pueblo.
Este perro era como un lobo de ojos celestes. El pelo tupido había cobrado el tono rojizo de la tierra.
-Lo abandonaron unos turistas que venían en auto porque no pudieron hacerlo pasar la aduana. Les pedían impuestos o papeles. Lo dejaron aquí.
Medina chasqueó los dedos.
El perro lo miró fijo, las orejas tiesas, mientras sus compañeros se perdían en la distancia, ladrando a más no poder. Medina lo llamó con un silbo, pero él seguía como clavado en su lugar. Le habló, con el mismo resultado. Finalmente el hombre decidió regresar a su casa.
Después de pocas cuadras, se dio vuelta y vio que el perro lo seguía a metros de distancia. Si se detenía, el animal también. Avanzaba y el perro hacía lo mismo. Todo el recorrido a lo largo de la avenida Tres Fronte­ras, por la calle del Iberá, fue así, hasta llegar a destino.
Medina cargó una tapa de latón con guiso carrero que había sobrado y la puso en el terreno, a los fondos, junto con un balde lleno de agua. Cuando él desapareció, el perro se acercó sigilosamente a devorar la comida. Por unos cuantos días ocurrió lo mismo: el perro sólo rondaba la casa. Al advertir la comida, se acercaba. Medina fue quedándose afuera y a la vista, mientras el animal corría. Cuando quiso tocarlo, gruñó. Le dio un papirotazo en el hocico. Desde entonces pudo sobarlo un poco.
Pilincho atraía las garrapatas que lo amaban sin desmayo. Medina se las fue sacando una a una, para prevenir las reacciones violentas. Esfuerzo vano: sa­caba una y se le prendían cinco.
Otra vez lo bañó. El pelaje tostado oscuro recobró su coloración blanca, de puntas grisáceas. Se reveló como un hermoso animal de nieve, con las patas largas y fuertes, el pecho alto y las orejas siempre atentas.
Aun cuando Medina se ausentara por varios días en una inspección, a su regreso encontraba al Pilincho. Para no crearle una dependencia que a la larga resultara perjudicial, no le dejaba comida. Alguna vez, podría no regresar.
Ocasionalmente, cuando los efluvios de la especie reclamaban su concurrencia para perpetuarla, el perro no le escamoteaba el cuerpo a la obligación.
Cierta noche Medina oyó, como formando parte del sueño, los ladridos de la jauría vaga­bunda. A la otra semana, Pilincho había desaparecido. Volvió tres días más tarde, sucio y maltrecho, la cola encogida, caminando lentamente sobre cuatro patas que se doblaban a cada paso. Se arrastró hasta en­contrar un lugar de sombra permanente bajo la ven­tana del dormitorio y ahí se echó a dormir, todo un día con su noche. No hubo zamarreo que lo terminara de despertar. Cuando pudo recuperar sus desperdigadas fuerzas, devoró lo que estuvo a su alcance: carne, polenta, arroz. Enseguida se le irguieron las orejas y su lengua volvió a colgar al aire.
Pilincho tenía una vergüenza inconfesable: el temor a las tormentas. Aullaba y gemía con los truenos o los relámpagos, y la atmósfera electrizada que precedía a las descargas de las nubes ya lo ponían en guardia para las horas de malestar que le esperaban.
Fue al amanecer siguiente del día en que descubrieron el sobrado, durante una de esas borrascas que parecen arrear el cielo hacia la tierra, que Medina creyó oír el escándalo de la jauría que ya una vez había arrastrado al Pilincho de parranda.
"Vaya, m'hijo, vaya a sembrar simiente por ahí. Y que le aproveche", pensó Medina semidormido. Pero enseguida oyó un trueno. Hubo un aullido que pudo ser humano. Recordó el terror del perro. Ya completa­mente despierto, atendió a los ladridos roncos. Medina saltó de la cama así como estaba y tomó el revólver.
Salió al patio.
Alcanzó a ver, como en un juego de sombras, que el perro luchaba con alguien. Saltaba al cuello del desconocido. Medina apuntó guiándose más por el oído que por la vista y disparó un par de veces. El otro pudo huir pero el perro se quedó en su lugar, las patas clavadas como estacas en el piso.
Lo llamó, sin resultado.
Se acercó a él. Cuando estuvo lo bastante próximo, vio que el perro sacudía la cabeza de lado a lado, como queriendo liberarse de algo. Medina lo tomó de la pe­lambre y lo arrastró hasta la casa. Mientras buscaba una vela y los fósforos, sentía a su lado los espasmos del animal por liberarse de eso que le molestaba. Hizo luz.

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