17/1/09

El sobrado

Con el jeep recorrieron una picada [1] que Ramón veía por vez primera. La vegetación se fue espesando. Una multitud de huellas partidas en dos, como las mitades de un poroto, cortaba el camino al sesgo en un alboroto de bermellones.
Medina bajó del vehículo.
-Venían tranquilos los pecaríes -comentó en cu­clillas, observando las pisadas-. Algo los hizo salir corriendo. Un disparo seguramente.
Señaló el lugar donde el tropel volvía a entrar a la selva, por el lado opuesto del camino. Con la es­tampida habían abierto un túnel en el sotobosque. Las ramas rotas de los helechos indicaban la dirección.
-Creo que algo pasó en el barrero [2], anoche. Luna nueva. Justo para cazadores furtivos.
Medina se puso tenso. Las venas del cuello sobresalieron como cuerdas de plata sobre la piel cobriza. Apretó las mandíbulas y el acelerador del jeep al mismo tiempo.
Frenó sin causa aparente. Bajó del vehículo. La calma del mediodía, densa, le aplastó la espalda mientras estudiaba la roja tierra. El cielo era de un azul deslumbrante sobre las copas de los árboles inmóviles y como de cartón.
- Sí, anoche estuvieron -corrió el seguro de la pistola.
Ramón se sintió indefenso, tonto. Me­dina lo notó. Trató de tranquilizarlo.
-No va a pasar nada. Pero cualquier cosa, tírese bien pegado al suelo.
Ramón se sintió peor.
Sigilosamente penetraron la espesura por la ban­quina en pos de un rastro invisible a ojos menos en­trenados. Pisaban sin hacer ruido, como reptiles bajo la hierba. El techo de hojas estrechó filas sobre sus cabezas y a pocos metros la luz del sol había disminuido considerablemente. Como siempre que alguien invade el territorio de sus criaturas, la selva contuvo el aliento. Nada se movió por un rato. Luego, cuando supo que los extraños no eran enemigos, los asimiló a su dominio. Temblaron las hojas, el yaguareté se des­perezó en su guarida, un tucán levantó vuelo pesada­mente.
Llegaron a un grueso tronco tumbado. Ahora Me­dina habló en voz alta:
- Ya no hay nadie.
El árbol caído estaba apoyado en las gruesas ramas bajas de un alecrín al que tapaba con su copa tupida. Era un cómodo puente hacia el escondite. Medina lo señaló, arriba:
-Ahí esta el sobrado [3], en lo alto del alecrín. Desde ahí dispara el cazador.
Cerca de la base, un lapacho joven oficiaba de percha de la que los cazadores al acecho solían colgar la bolsa con sal o con restos salados para atraer a las presas.
De tanto lamer el piso en procura del mineral, los animales habían excavado un hoyo profundo que ame­nazaba la estabilidad del lapacho.
El hombre evaluó las huellas triangulares.
-Es una corzuela. Brincó al oír el disparo.
Casi puede verla. Medina ya es la corzuela.

El viento le trae al hocico vestigios de un olor: el enemigo pudo haber fumado o una bebida empañó su aliento.
Hay un clic casi imperceptible cuando el cazador enciende su linterna. Al acecho, dirige el haz luminoso hacia arriba. En segundos, lo bajará -certero golpe de luz- para cegar a la presa. Ese será el mo­mento del disparo, del fogonazo.


[1] Picada: sendero muy estrecho que se hace en la selva con la ayuda de un machete. Localmente también se lo llama “piquecito indio”.
[2] Expresión local: indica el lugar donde se ha formado barro.
[3] Señala la plataforma oculta construida en lo alto para acechar a las presas sin ser visto.

Nota: la sal (y especialmente en la selva) es un mineral muy escaso en la naturaleza por lo que los cazadores furtivos la utilizan como cebo. Valga como anécdota que, durante las caminatas de investigación, las mariposas se posaban sobre la piel húmeda atraídas por la sal que contiene.

                            

Trampa utilizada por los cazadores furtivos. A la izquierda se ve el primer eslabón de una cadena con la que se sujeta la trampa al tronco de un árbol para que la presa no pueda huir. Si el cazador no viene "en su auxilio" pronto, la presa es atacada por otras fieras sin poder defenderse o puede morir lentamente, desangrada.
Archivo personal de la autora.


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