17/1/09

Toto

Desde que había iniciado el viaje de regreso en la Terminal de Retiro, Ramón pensaba en dos cosas: la cara de la abuela cuando viera su diploma de secundario, y Toto.
Frenaron.
El motor calló con un suspiro. Bajó. Nadie lo esperaba. Dejó el equipaje en la Terminal y fue a lo de Juan.
El pueblo -igual a un gran rebaño- dormitaba a la hora de la siesta. Como siempre, como lo había hecho él, tres chiquilines cuchicheaban bajo un árbol de kiri.
La casa de Juan tampoco había cambiado. Era el mismo cubo de cemento de siempre, sólo que un poco más chico de lo que él recordaba. ¿Cómo sería encontrar a Juan, piadoso con los animales enfermos e implacable con los sanos?
Empujó la puerta de calle. El osito hormiguero ya no lo conocería y sus zarpas podrían marcarle la espalda para siempre. Si hasta el yaguareté temía a los de su especie.
-Toto -susurró-. Toto.
Esperó verlo aparecer con su andar pesado, un poco bamboleante. Pero no.
Golpeó las manos. Tuvo que hacerlo varias veces antes de que algo se moviera en el interior de la casa.
Por fin, Juan, semidormido, el pelo revuelto, abrió la puerta. Estuvieron abrazados un rato, golpeándose los flancos, sin saber qué decirse.
El abrazo fraternal le devolvió a Ramón un hombre tan frágil, tan escaso de peso y volumen como los mismos pájaros que solía embalsamar. El sol había ido quemando una franja de cuello y ahí donde la camiseta cedió te­rreno por la tensión del abrazo, vio de cerca las líneas reticuladas de los poros.
Juan lo tomó de los hombros, lo apartó un poco para medirlo de arriba abajo. Meneó la cabeza, satis­fecho como quien admira su propia obra recién ter­minada.
-Has crecido.
- ¿Y Toto?
- Y Toto -repitió Juan rascándose la barba de varios días-. Y el Toto. Es de no creer lo que pasó. Mientras te hago un mate cocido, te cuento.

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