Eso era lo más difícil: quedarme quieto. Y la curiosidad. Mientras lo hacía, Mafalda tapaba el dibujo con un paño. Sólo conseguí ver sus manos sucias por el polvillo de los pasteles.
Hasta que pasó lo del Gringo, como lo llamaron. Pero no era un gringo, era diferente. Nadie supo explicar cómo apareció por el pueblo, soplando su caña de tacuapí. Mudo y sucio apareció.
Estaba nomás, de golpe, en el puerto, y nadie aguantaba ya esa música que él tocaba y tocaba hora tras hora. Yo no iba por ahí desde que hacía los deberes con la señorita Mafalda para después contarle mis historias. Lo vi esa única vez, a la tarde. Daba miedo. Usaba unos pantalones rotosos que dejaban ver las piernas entre jirones de tela antes clara. Bajo el sombrero abollado le asomaban crenchas sucias, casi blancas. Por eso le decían Gringo, pero no era rubio. Tenía la cara muy quemada por el sol, como cuero. Su mano huesuda apretaba la flauta de tacuapí de la que nacía la música, siempre igual a sí misma.
Cuando me vio, guardó el mimby en el bolsillo. Se quitó el sombrero. La mirada iba de un lado a otro como buscando algo que hubiera perdido. Era la mirada de un pájaro inquieto que vive encerrado en su jaula. Tenía los amarillos ojos como los de los gatos en la oscuridad. De pronto, empezó a hablar con voz monocorde:
-Uno que viene del frío, empujado por el viento, el rocío lo limpió. El sol corta el horizonte, cuchillo de luz es, separa los vientos de la vida y de la muerte, divisoria de aguas hacia el norte o hacia el sur. Camino largo comenzado cuando todos lo lloran. Hoy nadie sabe quién es. Lejos quedó el agua, las lágrimas se secaron. Camina y hace …
Me distraje, no sé. Su voz se me perdió y tuve visiones de piedras preciosas, verdes, de hombres y mujeres bailando en un claro de la selva. El silencio me hizo volver en mí. Ahí estaba todavía el Gringo. Había callado y miraba el suelo.
-El Intangible se fue –dijo-. No lo pudieron detener ni el humo de los hechiceros ni el canto de las mujeres. Se fue su aliento con Kayunik. Los hombres y las mujeres bailaron. Así.
Se levantó con su mimby en la boca y comenzó a modular la canción que lo había anunciado desde lejos, tan monótona como una serpiente mordiéndose la cola.
Bailó saltando hacia los costados. Guardó el mimby y con su sola voz siguió la música interrumpida. Dejó caer la cabeza hacia atrás, las manos colgaban flojas al final de los brazos extendidos. Semejaban pájaros lastimados. Sin dejar de saltar, el cuerpo se estremecía en espasmos. Su cara estaba vuelta por completo hacia arriba. Y recién entonces, bajo la luz fortísima, vi la larga cicatriz que, debajo del labio, casi le partía la barbilla.
Sus gestos se hicieron monótonos; la voz, apagada.
Se sentó despacio en el suelo. Después de un poco, logró calmarse.
-La esmeralda, la del labio, brillaba a la luz de las antorchas.
Siguió hablando, pero yo ya no lo oía. De pronto, desperté. El Gringo se había arrodillado. Me atrajo hacia él hasta rozarme con su aliento. Yo tenía miedo. Quise escapar, pero no pude.
-¿Dónde está enterrado el Kaingang? Los inocentes lo saben, sólo ellos pueden decir dónde están las esmeraldas, los cestos en los cuatro puntos de la tumba, el tembetá maravilloso que los inquietó. ¿Dónde? ¿Dónde lo enterraron?
Me asusté mucho. Creí que me iba a matar. Empecé a gritar para que me ayudaran. Pero el Gringo que no era gringo, parecía aumentar su fuerza cada vez más y no me hubiese soltado solo de no haber llegado Juan, el embalsamador, a salvarme.
Esa noche, cuando volví a mi casa, en el yerbatal, me castañeteaban los dientes.
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Cosquillas de luz lo inquietan, se ceban en sus pestañas como hormiguitas golosas.
El Gurí Medina se revuelve bajo las cobijas. Una rodilla huesuda asoma por el costado. Tiene hambre. Ahora no sólo son cosquillas sobre los párpados, sino en el estómago que cruje ansioso por llenar sus fauces. El Gurí lucha contra todas estas incomodidades.¡Estaba tan bien con las imágenes que nunca antes había visto! El cacique del sueño, el Kaingang, el Intangible, se confunde con el Gringo. Ya no le teme. ¡Ojalá lo encuentre todavía!
La luz se impone y su naturaleza exigente reclama atención. Sol por entre las tablas. Un piar de pájaros, potente. De los demás no queda nadie en la casa. Se levanta. Un mareo lo empuja con la fuerza de un bofetón. De inmediato se sienta. Mira las piernas: dos vías paralelas interrumpidas por el nudo de las rodillas (el costrón que tenía ayer en la izquierda se ha caído). Los pies le parecen inmensos. Extraña a Mafalda.
Se prepara un tazón de mate cocido con leche. Los pantalones le quedan mucho más cortos y para poder calzar las zapatillas les recorta la punta. Parece que ha crecido. ¿En una sola noche? ¡Raro!
El camino al pueblo cruza un pedazo de selva casi virgen, bordea el río y luego sigue como una culebra, en suave pendiente alternando terrenos rozados, cultivos de yerba mate, islas de árboles que por un milagro han logrado salvar el tesoro de sus maderas preciosas.
El Gurí avanza lentamente. Debe detenerse a menudo para recuperar el aire. Penetra el resto de selva intacta.
Como nunca antes, siente cuán engañoso es el silencio, plagado de orejas atentas, de ojitos móviles. Presiente mandíbulas detenidas en medio de la masticación, ataques postergados, quizás un zarpazo que no se concretó. Muy por encima de su cabeza, las hojas tiemblan. Las copas son un río verde que cabrillea con los erráticos rayos de luz. Un soplo, apenas audible, hace llover sobre él pétalos amarillos.
"Vuela el último fragmento, el mas pequeño de todos, parte".
Las palabras vuelven al Gurí como un ejército de hormigas en marcha. ¿Dónde las oyó? Recuerda el sueño, entero, de un solo golpe. Alza la vista hacia las copas. El cielo se ha oscurecido y pesa más que cien mantas en verano.
Sobrenadando el silencio profundo, igual a agujas punzantes, percibe un sonido familiar. Es un cri, cri pequeño, y, al mismo tiempo, múltiples carreras sordas.
Busca con la mirada.
A unos metros, una soga negra avanza cortando el sendero en diagonal. Son las hormigas de la corrección. A su alrededor, los insectos se desbandan, huyen callados, porque el temor les anuda la voz que no tienen, o porque deben ahorrar sus fuerzas para la huida. Distancia es supervivencia.
CRONICAS DE MIS PUTAS URBANAS (El jugador de ajedrez) VICEVERSA MAGAZINE -
NEW YORK
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La historia me fue contada por Enrique Mozert, un viejo maestro de ajedrez
que conocí hace una pila de años en un cafetín de Buenos Aires mientras
jugaba ...
Hace 7 años
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