17/1/09

Candilejas y monte

-Guachito, hijo. Nosotros te recogimos.
Se lo dijo como despedida, años después, cuando el muchacho partió hacia la capital "para estudiar y hacerse hom­bre".
-Tampoco soy andaluza. Nací aquí mismito, pero en la ciudad.
Había sido hermosa en su juventud (todas las mu­jeres dicen haberlo sido). Viéndola avanzar renqueando por el sendero que conducía al río, con el delantal enrollado en el antebrazo, Ramón la imaginaba como una lancha de poco calado cabeceando en la orilla.
-Aprendí a bailar de chiquita. Las horas frente al espejo, punta, taco, punta, taco. ¡Cualquier día iba a poder retozar en el monte como tú! Con los brazos en posición, tratando de arrancarle el redoblante a las benditas castañuelas. No te imaginas esas valvas de madera rígida, desobedientes a mis deditos (que no eran lo que son ahora).
Después vino la juventud, el teatro con sus candi­lejas. La platea era una boca negra y silenciosa, un desierto de sombras hasta que callaban la música y el zapateo. Entonces el animal dormido despertaba. Aplaudían a rabiar, gritaban mi nombre. El camarín rebosaba de flores después de las funciones. Yo tenía debilidad por los espejos. Y los había por todos lados. Hice pintar lo que quedaba libre de las paredes de un color rojo oscuro, igual a la alfombra del piso. Todo eso parecía una cueva que se multiplicaba hasta el infinito. No, no importa el nombre del teatro. Ya no existe. Y aun­que así no fuera, lo callaría. Es el nombre de los amores secretos.
Tenía muchas batas de cola porque bailar flamenco era lo que más me gustaba. Si no las usaba por algún tiempo, ellas solitas se asomaban por las puertas entreabiertas de los roperos. Entonces veía un faralá con lunares grandes o una manga de gasa. O un pañolón se había caído de una percha. Querían que los recordara y les diese la oportunidad de salir a escena. Los aplausos, las luces, son el oxígeno de los vestidos. Si no, ¿de que vivirían? La gente dice que se los comen las polillas. No es así. Se dejan comer. Es como enfermarse. Algunos me traían mala suerte. Eran las noches en que había un borracho entre el público y lo sacaban a la fuerza. O un músico erraba la nota. De esos trajes me des­hacía enseguida.
Con los zapatos era diferente, no sé si porque nece­sitaba menos variedad o porque ya tienen espíritu de esclavos. Eso de estar ahí abajo, entre el polvo y el amo, le debe de quebrar el alma a cualquiera. Las castañuelas nunca me causaron problemas. Quizás al principio, porque no sabía usarlas. Son como anima­litos vivos. Ostras de madera, eso es lo que son. Nece­sitan del calor, pues la madera de la que están hechas crece en lugares de mucho sol o porque los ritmos las acalo­ran tanto que cualquier airecillo les haría mal. Siem­pre las guardé bien envueltas en sus fundas de lana.
Pero todo esto no es lo principal: noche por medio, alguien me envió una rosa, durante varios meses.
Yo estaba intrigadísima. El portero sólo pudo ave­riguar que las traía un cadete mudo, a distintas horas. Yo me ponía un poco loca al no saber si se trataba de un príncipe ruso en el destierro (por lo de la Revolución) 0 de un estanciero nordestino. No sé por qué se me ocurrían estas dos cosas. Quizás al tener noticias de la vida de la Duncan yo quisiera contagiarme un poco. Era fascinante el coraje de esa mujer, bailar casi desnuda. Aquí no le permitieron actuar en el Colón porque una noche no tuvo mejor idea que bailar el Himno Na­cional en una fiesta de estudiantes. Lo consideraron una falta de respeto, cuando ella misma confesó ha­berse enamorado de esa música.
Divagué, otra vez. Y, sí, mi vida era mucho más nove­lesca que la de ella. Pues te diré: muchas flores en el camarín, muchos admiradores, pero debía estirarme para llegar a cubrir mis gastos. Se me iba mucho en trapos, sobre y fuera del escenario. Más de una vez pedí fiado.
Hacía mucho que yo estaba como primera figura en las marquesinas, pero nunca me había pasado nada igual a esta historia de la rosa noche por medio. Cada vez que salía con algún admirador trataba de averiguar algo, por si era él. Pero ninguno me daba la clave. Al contrario, se veían en la necesidad de disculparse por haberme enviado sólo dos docenas 0 una caja de bom­bones.
Hasta que tuve el accidente. Una siempre cree que las cosas o las situaciones son eternas: el amor, la buena racha. Y no es así, pero se descubre eso con los años, cuando las oportunidades (generalmente) pasaron. Fue con el Sombrero de Tres Picos. Yo estaba muy entu­siasmada con el tema del molinero. Un poco mareada también porque tenía algo de fiebre o gripe. Y zapa­teando, avancé. Calculé mal, caí en el foso de los músicos. Después, en el hospital, supe que no volvería a bailar. Una pierna había quedado más corta que la otra.
Me despedí de los escenarios, de mis batas de cola.
Regalé lo que no pude vender. Solo retuve las castañuelas y los vestidos preferidos.
Me fui mudando a lugares cada vez más chicos, sórdidos. Mis pocos ahorros se licuaron, los admi­radores -en cuanto me vieron renquear- se volvieron a otras mujeres. Sin embargo, en medio de toda esa disolución seguí recibiendo la rosa. A veces, cuando cambiaba de pensión, había un paréntesis, pues quien me la enviaba debía averi­guar el nuevo domicilio. Pero era inquisitivo como un perro. Yo había perdido toda esperanza de conocerlo.
Una mañana la despertó, dijo, la dueña de la pensión.
Le anunció (o le reprochó) que un “caballero” pregun­taba por ella. Estaba en el recibidor.
El "caballero" esperó pacientemente hasta oír el ritmo sincopado de la ex bailarina. Dejó la caja de bombones sobre la mesa. La volvió a tomar.
Ella se había puesto la ropa más larga que tenía.
Él la aguardaba de pie. Era muy alto y flaco. Parecía siempre a punto de silbar, con la piel oscura hundida en las mejillas y el bigote ancho y tupido. La observó con ojos de medalla milagrosa.
-Soy Nuri -anunció-, el que siempre le manda la flor.
Se sentaron. Hablaron del tiempo.
Luego dijo que me admiraba desde hacía años, pero que nunca se había atrevido a acercarse. (¡Tan bonita! ¿Cómo va a fijarse en mí?).
Siempre que bajaba a la capital –aclaró Nuri- procuraba asistir a los espectáculos y renovar el contrato con la florería. Tomó juiciosamente un bombón con la punta de los dedos, sin elegir.
Nuri le contó que su padre -sirio- había muerto mucho tiempo atrás y que no conoció a su madre pues ella pertenecía a un grupo de gitanos kaldesh. Retornó a su gente cuando se cansó de la vida civilizada. Eso dijo: "civilizada".
De ella había heredado el alma andariega y de su padre la habilidad para los negocios.
Guadalupe preguntó por la índole de los negocios. Vaciló. Vendía sábanas, ropa. Todo lo que necesi­taran los vecinos del noreste en materia de textiles. Recorría los caminos en su carromato, casa y negocio a la vez.
Después le preguntó si quería casarse con él. Guadalupe comparó la habitación con los caminos que se abrían bajo las ruedas del carro. Sí, contestó.
-Así pasé de las pensiones a los paisajes. Desde entonces la tierra colorada se pegó a mis ropas. Nuri renovaba el techo del carro con juncos o con una tela hecha de pelos de cabra. No sé de dónde la sacaba. Se iba solo por unos pocos días y regresaba con las brazadas de juncos que luego entretejíamos. Se hin­chan con la lluvia y no dejan pasar el agua. O traía esa tela que te digo de pelo de cabra. Con la lluvia se encoge y se hace impermeable. El calor del sol la estira, agranda la trama y es de lo más ventilado para los días sofocantes. ¿Dónde había cabras en el noreste? En la fron­tera, tal vez. Teníamos cuatro percherones. La parte de atrás del carro era depósito. Entrábamos por el pescante.
Al principio me costó un poco acostumbrarme. Era una vida bohemia, sentada al lado de Nuri, quien me mostraba todo con el orgullo del propietario, como si la tierra le perteneciera. Con el tiempo, fue mucho mejor que los aplausos.
Empecé a usar lo que me había quedado de la ropa artística. Me até un pañuelo a la cabeza. Nuri procuró, no se cómo, unas caravanas de plata batida.
Nos deteníamos a dormir donde nos sorprendiera la noche.
A veces, cuando estábamos bien lejos de algún po­blado, después de comer, yo no podía resistirme a bailar a la luz de una hoguera. La noche se me po­blaba de candilejas, pensaba que la selva era la boca del escenario y bailaba con la música que sonaba únicamente en mis oídos.



El mejor momento llegaba hacia el final de la representación, cuando la hoguera se había hecho brasa. Guadalupe estiraba su talle flexible y era pantera de cobre. Las ajorcas marcaban el golpe que solo ella oía y una nube de polvo rojo la cubría con su destello apagado. Los ojos brillaban, la mirada remota. Tenía largos los brazos cuando los alzaba al cielo o cuando, inclinándose hacia atrás como un arco, castañeteaba delicadamente los dedos bajo el mentón de Nuri. En esos momentos, el la hubiera abra­zado, habría hecho que fueran -simplemente- hom­bre y mujer. Pero era el momento de la magia que permitía a Guadalupe seguir viviendo arriba de un carro, siempre con una sonrisa. Nuri respetaba ese rito: la había conocido así y así la quería.

Si parecía ayer nomás cuando una mujer, apretan­do contra su pecho un bulto sucio, salió corriendo de entre los árboles hacia el carro detenido. Nuri y la aún no abuela Guadalupe estaban apagando el fuego del desayuno. Hasta ellos llegó la mujer.
-Tómelo -dijo mientras le ofrecía el bulto-. Los otros ya tienen bastante hambre.
La abuela no vaciló. Su vientre se había negado a pesar de que el corazón (ah, músculo tonto que no entiende razones) desbordara de anhelo. Los brazos, solos, tomaron el envoltorio. Lo rodearon. El torso se ahuecó un poco en su afán de nido. Abrió apenas los trapos para espiar la carita. La criatura dormía. Unas pestañas muy rectas y oscuras proyectaban som­bras largas sobre la piel tersa. El color de los ojos seguiría siendo un misterio hasta que despertara. Cuando Guadalupe alzó la cabeza, la madre le daba la espalda regresando.
Nuri no hizo comentarios, sólo acomodó un pliegue para descubrir mejor el rostro del durmiente. Pasó el dedo por la mejilla afelpada color café con leche.
Trocaron el carro por una casa de madera montada sobre cepos, como todas las de la zona.
-Para que el chico tenga un hogar decente -fundamentó Nuri el cambio.
Siguió con otro tipo de negocios para mantenerse: la intermediación en la venta de cosechas para los minifundistas.
Al Ramoncito, como lo conocían los vecinos, lo vieron crecer inquieto, cariñoso, perdido las más de las veces en mundos imaginarios.
-¿En qué pensabas?
-En nada.
Por eso la abuela había elegido la ciudad y el industrial “para que se haga hombre”.
-Debe despabilarse -le comentó al marido cierta noche, con la luz ya apagada.
Después de años supo que se había equivocado. El mandato de la selva fue mucho más fuerte que cual­quier propósito y ella reclamaba a su hijo. Ramón acudió.

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