17/1/09

Corzuela

Mas el reflejo de la luz contra el techo de hojas se expande como una niebla y es un relámpago para las pupilas atentas dilatadas por la oscuridad.
Es la alarma.
En segundos, en fracciones de segundos, el anima­lito se encoge un poco a la vez que voltea la cabeza hacia el olor o el reflejo. Y al mismo tiempo salta en otra dirección, lejos del ten­tador pozo salado. La luz de la linterna lo sigue, zigza­gueante. Errada, lo busca y detrás, antes de hallarlo, vendrá el fogonazo del mal disparo.
Medina sigue la huella, certero. Toma la dirección de la corzuela, de la luz, de la bala.
¿Qué busca en tierra, alterada la respiración? ¿Qué busca?
El final de la historia.
Al cabo de un rato, cuando Ramón ya ni siquiera oye el crujido de los helechos porque esta distraído y porque las cigarras han sido las últimas en recuperar la confianza y la voz, vuelve Medina. Parece más con­tento, los rasgos se le aclaran hasta mostrar cuán joven es realmente.
-Sangre. Falta la sangre. Por esta vez, mi anima­lito se salvó.
Aún examina un poco los troncos a la altura donde debería de haberse incrustado la bala. Desiste. Conti­nuó, sin duda, su camino de fuego fatuo, tronchando hojas, ramas, otras vidas minúsculas, hasta perder im­pulso.
-Sería demasiado bueno encontrarla. Hay que con­formarse, no puedo pedir tanto.
Vuelve a observar el terreno bajo el alecrín. Apenas murmura, señalando el piso:
-Ahí esta la huella. A éste lo conozco desde hace bastante. Y él a mí.
Es una huella humana, el dedo gordo notoriamente separado de los otros cuatro.
- Nos estamos buscando –insiste Medina-. Y algún día nos vamos a cruzar.
Vuelven al jeep, que ha quedado a pleno sol y que hierve en cada centímetro cuadrado de su carrocería. Medina habla y sus palabras son sólo la continuación de un pensamiento originado minutos atrás, antes de poner la primera y arrancar.
-Es como prestado todo esto. Mire los árboles. Ya estaban aquí antes de que usted o yo o hasta nuestros padres nacieran. ¿Y cuánto puede tar­dar un guapo-í en cubrir a su prisionero? ¿Cincuenta años? Ya está. Ahí tiene la edad de su padre. Nosotros venimos a este lugar y los árboles, los cursos de los arroyos, ya estaban o se habían formado mucho antes de nuestra llegada. Nacemos, somos felices, puede que no, tenemos hijos, morimos y ellos siguen en este mismo lugar y seguirán por muchos años más hasta que se quiebren de viejos o un viento fuerte los voltee. Óigalos crujir: son como puertas que se abren solas. Todos los árboles deberían morir en esta ley. Pero ter­minan como sillas o mesas. O como ataúdes. A veces, años de lluvia y minerales y soles sacrificados para contener podredumbre.
Golpea el volante
-Ellos no nos necesitan -Medina casi hablaba para sí-. Van a seguir su ciclo con o sin testigos humanos. Su tiempo es diferente del nuestro. Ojalá los hombres pudiéramos vivir así, dejando vivir a lo que nos rodea.
                                                                            ------------
Medina había tenido una sola vez perro propio. Se llamaba Pilincho y lo compartió con sus hermanos. Pero en cuanto se independizó, dejó de tener esta compañía cuadrúpeda. No podía ver nada domesticado: ni bestia ni hombre. Por eso, ninguno de los cachorros que le ofrecían le venía bien.

                                   

No hay comentarios: