17/1/09

Se lo había sacado de encima.
Dobló por la calle de los Juncos hasta el final y luego siguió a la derecha unos metros, bordeando la zanja que corría a lo largo del Iberá. La casa de Me­dina estaba a mitad de cuadra. Salvó de dos saltos la distancia que la separaba de la calle. Estaba a oscuras.
Espió por las cuatro ventanas cerradas, pero ninguna luz se veía entre las tablas de madera. Debió apartar un kiri joven para acercarse a la del dormi­torio. Tampoco allí vio señales del amigo. Golpeó las celosías por si el otro estaba durmiendo.
Esperó un rato en la oscuridad. Finalmente el rocío ganó la partida. La escopeta de caño recortado, cobi­jada entre su brazo y el cuerpo, era molesta. La sentía como un recordatorio del peligro superado. Casi hu­biera sido mejor dispararla contra la cabeza del propio dueño. Defensa personal. Todo hubiera sido más sim­ple. Pero en su caso particular, las reglas del juego no habían llegado al todo o nada, la vida o la muerte.
Decidió dejar la escopeta ahí, escondida entre el árbol de kiri y la pared del dormitorio. Mañana habría tiempo para todo: contarle a Medina lo del almacén y lo del arma. En todo caso, si el Gurí la encontraba antes, sería una advertencia.
- Sí, catire. Me di cuenta de que anoche estuviste dando vueltas por mi casa: dejaste todo lleno de hue­llas y creo que ni un yuyo, ni uno ¿eh? quedó parado. ¿A qué tanto insistir con la ventana de la pieza? Yo pensé que habían pasado chanchos por ahí –dijo el Gurí al otro día.
- Te dejé la escopeta del cazador.
- No la encontré.
- Todavía ha de estar entonces.
A la tarde, después del trabajo, mientras revisaban el terreno alrededor de la casa, Ramón le contó el episodio del almacén y el de más tarde, en la calle.
No eran tantas las huellas que había dejado el catire. Pero aquí y allá, como queriendo aprovechar su rastro, aparecía sobreimpresa la huella de un pie des­calzo cuyo dedo gordo se separaba notoriamente del resto.
La escopeta no estaba.
- Para mí, catire, que te mamaste. Ahora decime, ¿cuánto es cierto de lo que te pasó? ¿ Cuánto soñaste?
Ramón se ofendió. Si había algo que no aguantaba, era que le tomaran el pelo.
- Es cierto que la deje aquí. Pensé que en cuanto la vieras, te ibas a dar cuenta solito de todo.
- Vamos, Ramón. Todavía te dura la mona. Mejor andate a dormir.
Ya solo, Medina observó las huellas con más dete­nimiento. ¿A qué preocuparlo a Ramón? Mientras silbaba bajito, fue siguiendo el pique.
Bordeaba el Iberá, cada vez más lejos de Tres Fron­teras. Un pisoteo un poco más hondo en la orilla y después, nada. Medina se internó por el medio del arroyo prestando atención a las dos márgenes. La pro­fundidad aumentó lentamente. Unos cientos de metros adelante, el Iberá doblaba hacia el oeste y luego nue­vamente hacia el norte para precipitarse como otra caída de agua en el Guasú.
La zona urbanizada había quedado a sus espaldas y la vegetación tupida avanzaba sobre el borde del arroyo, hundiendo ramas en la corriente. El otro no pudo haber seguido mucho más con la escopeta recuperada. Para mantenerla seca debía llevar los brazos en alto y pron­to ni eso sería suficiente. Tal vez, por tener el sol en contra, por el cabrilleo del agua, Medina no había dis­tinguido el lugar de subida del cazador.
Estaba pensando en retroceder y cubrir nuevamente la distancia recorrida, cuando observó una abertura apenas visible en la maraña vegetal. Se izó por ese mismo lugar.
El otro había hecho un piquecito indio, apenas suficiente para deslizarse en el mínimo espacio. Un silencio profundo lo rodeaba.
Algo se balanceaba en una rama muy alta. Pero Medina estaba encandilado aún por el brillo del agua. Sopló un viento suave y aquello que él no conseguía distinguir, empezó a perder altura con un siseo de hojas rozadas.
Cayó cerca de él.
Era su sombrero de cuero, el de invierno, el que siempre guardaba en el armario de la habitación. ¿Cómo había llegado ahí, a esa rama en medio de la vegetación?


Archivo personal de la autora

No hay comentarios: