17/1/09

Miedo

-¡Suerte! -gritó el gordo desde adentro.
Una vez que Ramón pasó el círculo de luz, debió acos­tumbrarse a la penumbra.
El cazador no lo había visto a mediodía; sin em­bargo, reconoció en él al enemigo. Sólo la intuición podía haberlo señalado. En su delirio el borracho lo confundía (o no) con Medina. Había dicho "conozco calzado"; por lo tanto, identificaba su huella. Me­dina ya no era un perseguidor anónimo.
Era una noche sin luna, apenas aclarada por el débil titilar de las estrellas, ideal para los cazadores furtivos. El hombre del sombrero de paja habría cruzado el río no sólo para ir al bar, sino también para depredar en el parque. Pero ya era tarde: el olor a vino lo delataría a cualquier animal, aun suponiendo que hubiese encontrado reem­plazo para la escopeta. Además, no estaba en condicio­nes de subirse a ningún árbol.
Ramón marchaba sin hacer ruido, como un fantas­ma, tratando de pisar el pasto corto de la banquina. La selva le estaba enseñando sus modos. No llovía desde semanas atrás y a cada paso la tierra endurecida del centro de la calle retumbaba como un tambor.
Algo que semejaba un gruñido lo puso en guardia.
Apretó la culata de la escopeta contra el cuerpo. Pero, ¿de que le serviría ese aparato infernal al que no sabía manejar?
Siguió caminando más atento. Por suerte, no tenía la costumbre de silbar. Desconocía el miedo cuando se encontraba solo. Tampoco le importaba la oscuridad. Trató de escudriñar a su alrededor. Pero, fuera de los matorrales que crecían a poco más de un metro de la calle y de los árboles que se adivinaban apenas más allá, no pudo ver nada. Esperaba el fosforecer de dos pupilas salvajes.
En un instante algo, desde el suelo, se abalanzó sobre sus piernas. Aferró su tobillo derecho. Gemía. Podía ser tanto humano como no.
Un escalofrío erizó a Ramón desde los talones a la cabeza. Y otro. Y otro más. Estaba imposibilitado de moverse. Tampoco le salía la voz de la garganta. Los escalofríos lo agitaban como descargas eléctricas, como si alguien le acariciara la nuca a contrapelo. Al mismo tiempo, le pareció absurdo que las ranas y los grillos siguieran cantando indiferentes a su parálisis.
Ahora sí era el miedo. Poderoso, sin explicación. ¿Qué lo sujetaba? Estaba en el fondo de un pozo de terror que no le dejaba pensar. Hizo un esfuerzo tremendo para largar el aire es­tancado en la garganta. Consiguió emitir un ¡ah! irre­conocible. Poco a poco empezó a ganarle terreno al pánico. Toda su energía se concentré en derrotar la inmovilidad que lo había atacado por sorpresa.
Habrían transcurrido segundos o fracciones de se­gundos desde que aquello inesperado se le había colga­do del tobillo. En ese momento sintió contra el pan­talón el roce de un ala de sombrero rígida. El olor a alcohol y a vómito subió hasta él. El otro, gimoteando, derrumbándose sobre sí mis­mo, lo soltó. Ramón no tuvo que hacer ningún esfuerzo.
Lo dejó, hecho un ovillo sobre el suelo, mientras trataba de poner distancia entre los dos lo más rápi­damente posible.
Un sudor frío le siguió apretando las costillas como los cinchos de un barril.

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