-¡Suerte! -gritó el gordo desde adentro.
Una vez que Ramón pasó el círculo de luz, debió acostumbrarse a la penumbra.
El cazador no lo había visto a mediodía; sin embargo, reconoció en él al enemigo. Sólo la intuición podía haberlo señalado. En su delirio el borracho lo confundía (o no) con Medina. Había dicho "conozco calzado"; por lo tanto, identificaba su huella. Medina ya no era un perseguidor anónimo.
Era una noche sin luna, apenas aclarada por el débil titilar de las estrellas, ideal para los cazadores furtivos. El hombre del sombrero de paja habría cruzado el río no sólo para ir al bar, sino también para depredar en el parque. Pero ya era tarde: el olor a vino lo delataría a cualquier animal, aun suponiendo que hubiese encontrado reemplazo para la escopeta. Además, no estaba en condiciones de subirse a ningún árbol.
Ramón marchaba sin hacer ruido, como un fantasma, tratando de pisar el pasto corto de la banquina. La selva le estaba enseñando sus modos. No llovía desde semanas atrás y a cada paso la tierra endurecida del centro de la calle retumbaba como un tambor.
Algo que semejaba un gruñido lo puso en guardia.
Apretó la culata de la escopeta contra el cuerpo. Pero, ¿de que le serviría ese aparato infernal al que no sabía manejar?
Siguió caminando más atento. Por suerte, no tenía la costumbre de silbar. Desconocía el miedo cuando se encontraba solo. Tampoco le importaba la oscuridad. Trató de escudriñar a su alrededor. Pero, fuera de los matorrales que crecían a poco más de un metro de la calle y de los árboles que se adivinaban apenas más allá, no pudo ver nada. Esperaba el fosforecer de dos pupilas salvajes.
En un instante algo, desde el suelo, se abalanzó sobre sus piernas. Aferró su tobillo derecho. Gemía. Podía ser tanto humano como no.
Un escalofrío erizó a Ramón desde los talones a la cabeza. Y otro. Y otro más. Estaba imposibilitado de moverse. Tampoco le salía la voz de la garganta. Los escalofríos lo agitaban como descargas eléctricas, como si alguien le acariciara la nuca a contrapelo. Al mismo tiempo, le pareció absurdo que las ranas y los grillos siguieran cantando indiferentes a su parálisis.
Ahora sí era el miedo. Poderoso, sin explicación. ¿Qué lo sujetaba? Estaba en el fondo de un pozo de terror que no le dejaba pensar. Hizo un esfuerzo tremendo para largar el aire estancado en la garganta. Consiguió emitir un ¡ah! irreconocible. Poco a poco empezó a ganarle terreno al pánico. Toda su energía se concentré en derrotar la inmovilidad que lo había atacado por sorpresa.
Habrían transcurrido segundos o fracciones de segundos desde que aquello inesperado se le había colgado del tobillo. En ese momento sintió contra el pantalón el roce de un ala de sombrero rígida. El olor a alcohol y a vómito subió hasta él. El otro, gimoteando, derrumbándose sobre sí mismo, lo soltó. Ramón no tuvo que hacer ningún esfuerzo.
Lo dejó, hecho un ovillo sobre el suelo, mientras trataba de poner distancia entre los dos lo más rápidamente posible.
Un sudor frío le siguió apretando las costillas como los cinchos de un barril.
CRONICAS DE MIS PUTAS URBANAS (El jugador de ajedrez) VICEVERSA MAGAZINE -
NEW YORK
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La historia me fue contada por Enrique Mozert, un viejo maestro de ajedrez
que conocí hace una pila de años en un cafetín de Buenos Aires mientras
jugaba ...
Hace 7 años
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