17/1/09

Ya era noche cerrada cuando volvieron al pueblo. Hacía un calor opresivo, los pies pesaban, amalgamados al suelo. Ramón se bajó del jeep frente a la casa de la abuela. Medina arrancó sin despedirse. Ambos esta­ban muy cansados.
Esta noche no le pareció tan grande la casa. Cuan­do habían dejado la casilla de la selva, varios años atrás, la edificación con su verja de hierro (la única que había en el pueblo en ese momento), con la galería y los altos techos, lo había impresionado como un palacio. Ahora, las plantas amenazaban devorar la construcción. Pero el imperio de la abuela imponía orden en medio del caos y las baldosas tersas a fuerza de querosén y las pulcras paredes encaladas delimitaban perfectamente el avance desmedido de la vegetación.
No cenó.
El agua del baño apenas pudo refrescarlo unos se­gundos. Hasta creyó que le habían acrecido la sed y el calor. Esperaba, además, que pasara la desazón. Ni acostarse en la hamaca le produjo alivio. Tenía como remolinos dentro del cuerpo. En cualquier mo­mento le iba a estallar la piel y Ramón escaparía calle abajo, igual a una masa caudalosa y rugiente.
Eso hubiera sido el descanso, porque de ser algo distinto de un hombre tal vez habría podido encontrar la clave de su inquietud. Maldijo su unívoca condición humana que le impedía ver sólo aquello que los ojos perciben, oír con sus sentidos.
Trató de acomodarse al silencio y ser uno con la rea­lidad espesa. Sobre la noche había caído un manto como de miel. Lo aturdía con su profundidad. Ramón creyó, otra vez, que iba a estallar.
Perdió la noción del tiempo. No supo cuántas veces fue y vino por su cuarto hasta que los pies se enca­minaron hacia las baldosas en damero de la galería.
A lo lejos, sobre el borde de un cielo oscurecido por la luna nueva, hiparon los truenos. Fue un parpadeo débil.
-Viento y polvo -protestó Ramón entre dientes y las baldosas ardieron bajo sus plantas descalzas.
Ya era como tener los remolinos rojos encima, pegándose a la nariz y a la piel mojada, igual a moscar­dones.
La pared de nubes parecía estar paralizada sobre el horizonte, una burla a su vigilia. Los pájaros del trueno volvieron a revolotear sin ganas aquí y allá, pero siempre a la misma altura.
En medio de esta calma que le descortezaba el ánima, le pareció sentir (pues no lo oyó) un movimiento en el jardín del frente.

No hay comentarios: