17/1/09

Ramón

Son las penúltimas vacaciones de invierno para Ramón. Se pregunta cómo hizo en la capital, mientras estudiaba, para aguantar el extra­ñamiento, las ganas de tomar mate a la sombra de los árboles. Pero ya falta poco. Con cada mojón que logre entrever a pesar de la niebla -el campo se abriga para dormir, pensará a la noche- el peso de la separación se hará más liviano. También tiene ganas de ver a Juan, que antes embalsamaba animales porque se los pedían de las escuelas 0 de los museos. Él había llegado al pueblo como veterinario recién recibido. Pronto comprobó que ejercer su profesión no alcanzaba para subsistir: era incapaz de reclamar el pago de sus honorarios. Bastaba que alguien levantara la voz un poco más de lo normal para que su valor, mi­nuciosamente convocado, se derrumbara sobre sí mis­mo. Le resultaba mucho más fácil manejarse con los trabajos de taxidermia. Todo se tramitaba por correo: los pedidos, los giros, las piezas terminadas. No tenía necesidad de ver una sola cara, de oír una sola voz alzándose en exigencias que él era incapaz de enfren­tar. Apenas trataba con los proveedores, hombres sur­gidos de la selva para traficar con su mercadería y con los que no osaba siquiera discutir la cantidad o forma de pago.
Se hicieron amigos cuando Mbiguá se lastimó la pata, peleando. Juan la curó con tanto cuidado que el perro ni mosqueó. Después le ofreció a él una taza de mate cocido.
- Para quitarte la cara de susto -le dijo.
Alguna vez le explicó cómo se embalsamaba.
- Primero tenés que matarlos, catire -se rió sin motivo.
Ramón sólo pudo imaginar la muerte que sufrían las gallinas a manos de su abuela: un lento desan­grarse en medio de convulsiones.
¿Era lento para ellas? Nunca antes se lo había planteado: no valían lo mismo veinte minutos en una vida de setenta años que veinte minutos en una vida de tres. No era lento para las gallinas. Cada animal debía tener su propia vara, de acuerdo con el lapso de existencia.
¿Cómo verían la muerte? (Pero esto lo pensaría a bordo del ómnibus, en el momento de recordar, y el pensamiento nuevo se superpondría al pasado hasta hacer, de los dos tiempos, uno.)
Una figurita oscura se les planta en la retina. La imagen crece, semeja un hombre. Pero el hombre está en otra parte, a sus espaldas o a un costado, soste­niendo el instrumento de ejecución y esa otra imagen viene por un camino ignoto, cunde, como si el viento o la noche la agigantaran. Eso ha de ser: semilla de noche que germina y se alimenta de su sangre derra­mada, gota a gota, sobre el suelo. Ya no es figura, es un manchón inmenso, nube. De a poco, como si tam­bién se comiera el paisaje que abarca la mirada del animal moribundo, lo engulle. No queda más que esa mancha negra en el ojo abierto, huérfano de imágenes.
-Y entonces, cortas aquí y aquí -la voz de Juan lo despertó de la ensoñación-. Así, catire, ¿ves?
Insistía para que él viera, que no le quedaran dudas de cómo había que hacer para quitar hasta la ultima gotita de sangre. Porque si no, se pudre todo, dijo.
La casa de Juan era cuadrada, de cemento, cons­truida directamente sobre la tierra porque el suelo en las afueras del pueblo era parejo. La habían plantado en medio de un terreno cercado. Ni un mísero yuyo crecía sobre la superficie lisa como tosca. Al llover, atravesarla era el premio al equilibrio. En la parte de atrás de la casa habían adosado una piecita de madera y chapa que era el taller de taxidermia. Tenía una mesa con tapa de mármol (único lujo de todo el mobi­liario) bajo la ventana. Y dispuestos sobre la tapa de mármol -en un orden casi obsesivo-, bisturíes, cepi­llos, tijeras de punta roma, pinzas de disección, pin­celes, hojas de afeitar. Sobre los estantes que cubrían las paredes se encontraban frascos de todo tamaño y color. Cobijaban monitos blancos que ya no podrían mondar la base de la hoja del caraguatá, fetos de tapir, perdida la oportunidad de meterse en el río, alguna coral recién nacida, ignorante del poder quebrado en sus colmillos. Inocente coral, enroscada en una torsión que tampoco ella buscara.
Juan había estado trabajando sobre un colibrí y el pájaro yacía acostado panza arriba. Un corte desde la mitad del esternón hacia abajo exponía las pequeñas vísceras. Tenía el plumaje cubierto con un polvo blanco.
-Es fécula de maíz para secarle las plumas. Se las deja brillantes y esponjosas.
Juan tomó un pincel de pelos largos y peinó dulce­mente al pájaro. Una nubecita clara se levantó del cuerpo y después las plumas brillaron como si todavía palpitara el corazón.
Sin quererlo, también cepilló algo de aserrín que había espolvoreado al separar parte del esqueleto.
-Hay que quitarle las vísceras y los huesos; el ase­rrín es para que no se vuelva a humedecer de afuera.
-¿No te dan lástima?
-Si los pájaros supieran, me lo agradecerían. Por mí ya no pasan hambre, ni tienen que pelearse por hembra o territorio. No sufrirán vejez. Siempre jóvenes, la muerte no los va a deteriorar. Acabé con el sufrimiento y la decrepitud, Ramón. El que se les acerque, lo hará con respeto, porque nada asusta tanto como saber que algo o alguien no cambiara. Es lo más parecido a la inmortalidad. Y se la doy yo.
Le sonrió como disculpándose.
-Ahora viene algo feo. Es mejor que salgas. Enseguida estoy listo. Después te voy a mostrar otra cosa más.
Hasta ese momento Ramoncito había callado. Pero ahora gritó:
-No quiero. ¡Me dan asco, me dan lástima!
Tuvo una arcada. Corrió hacia afuera. Juan lo siguió unos pasos.

-A veces me recuerdas a Medina. Él ya estaba en Tres Fronteras cuando ustedes vivían en el campo. Ahora estudia, se fue al sur. Tampoco le gustaban las piezas. Algún día le vas a conocer.
Juan sacó una lata de leche en polvo. Mezcló unas cucharadas con agua tibia, después le agrega más.
-No quiero leche -se defendía Ramoncito. Era demasiado grande para esas cosas.
-No es para vos. Te tengo una sorpresa. Andá afuera y llamálo al Toto.
-¿Quién es Toto?
-Ahh ...
El veterinario llenó una mamadera con la leche preparada y, ya en el terreno, empezó a llamar a Toto. Desde atrás del galpón se acercó, bamboleándose, un osito hormiguero. Parecía usar pañales invisibles que le impedían caminar con desenvoltura.
-Venga, Toto, venga. Es la hora de comer – lo animó suavemente.
Le rascó un poco la cabeza y dejó que el osito ade­lantara las zarpas.
-Tome, m'hijo, sírvase -le alcanzó la botella. El cachorro se aferró a ella y empezó a chupar como si fuera la última vez.
Estas imágenes son las que vibran aún en el re­cuerdo de Ramón cuando en la plataforma de la Terminal, suena la voz del altoparlante anunciando la partida del ómnibus. Es cierto, quisiera verlo al Toto, un oso hormiguero hecho y derecho sin duda. Le gustaría que Juan fuera, nada más, veterinario. También le gustaría que Juan tuviera amigos. O algunos más. Y una casa sin animalitos muertos ni mesadas de mármol. Lo desea con tanta fuerza que está convencido de encontrar los cambios imaginados.

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