Las gallinas. Ahí estaban, a la sombra de los bananeros, el pico abierto, las alas contra el polvo.
Ramoncito odiaba su ir y venir cacareando de un lado para el otro. Si tiró de panza bajo el piso de la casa. Acarició a Mbiguá, tendido a su lado, la cola amarilla y peluda golpeando perezosamente la tierra colorada. Cerca de su cabeza, trepando por uno de los cepos que sostenían toda la estructura de la vivienda (1), una arañuela se apuraba a tejer su red.
El chico sacó la gomera del bolsillo, buscó un cascotito. A ver si así, acostado, podía darle a alguna bataraza. Mbiguá paró una oreja cuando lo vio apuntar. Apoyado sobre un codo, Ramón estiró la goma al máximo con el brazo derecho. La piedra no llegó hasta el grupo. Sin embargo, las aves –la colorada, sobre todo- se asustaron con la nube de polvo. Cloqueando, buscaron otra sombra. El perro agitó la cola un poquito más rápido, echó una ojeada a su amo como diciendo “mala suerte” y decidió que lo mejor era dormir para compensar tanta fatiga.
Ahora, con las gallinas lejos, ¿qué podía hacer? Ramón se dio vuelta boca arriba. Nunca había observado el piso de la casa desde la tierra. Bichitos secos, esqueletos de moscas, de mariposas. Una madera crujió sobre su cabeza. El abuelo. Era el único capaz de darse vuelta en la cama a la hora de la siesta, cuando cualquier cambio de posición era un triunfo sobre la pachorra. La abuela no, ella siempre descansaba quieta.
Un terrón en la espalda. Ramoncito se volvió boca abajo. Los párpados no querían permanecer abiertos. Acomodó la cabeza sobre el hueco del brazo doblado. Uno poquito nomás, hasta que las gallinas regresaran al lugar de antes. Se habían perdido de vista y uno nunca sabe adónde van. Así es como cuesta encontrar los huevos porque los ponen en cualquier parte o se los comen las comadrejas.
¡Pobres, las comadrejas, tan feas! Y la primera de ellas, la tatarabuela que no pudo visitarlo al Niño Jesús recién nacido porque ella misma había tenido su cría y estaba sucia. Pero entonces la comadreja rogó: “Señor Niño Dios, no tengo zapatos para ir a verlo. Y mis hijitos, son tan recién nacidos que no los puedo dejar solos. Tengo miedo del yaguareté (2) y de la boa. Mis hijitos no saben correr. ¿Cómo hago para visitarlo, Señor Niño Dios?” La pobre comadreja se retorcía las manos en su madriguera. De a ratos miraba a los cachorros dormidos, blandos, y de a ratos se asomaba a la puerta de su cueva para mirar el cielo oscuro donde una estrella muy brillante mostraba el lugar del Otro Nacimiento. ¿Cómo hacer para no ofender al Señor? Éste se apiadó de su angustia, y a la comadreja le creció la piel de la panza y se le formó una bolsa que desde entonces usa para transportar a su cría. Allá fue la comadreja, contenta de llevar a sus hijitos consigo a todas partes. Una música muy suave la acompañó.
Pero la melodía creció hasta despertar a Ramoncito. Le hormigueaban los brazos y el terrón que antes le molestara en la espalda había marcado su mano. Quiso incorporarse, la cabeza sonó a hueco al pegar contra el piso de la casa. En realidad, lo había despertado el gruñido del perro que ya estaba fuera del escondite, mostrando los dientes, todo erizado. Ramón también salió, arrastrándose, para evitar otro golpe.
La música venía del lado de la selva. Fue creciendo como un hilito de agua parecido a una lombriz, después a culebra, hasta abrirse como un gran pájaro de alas desplegadas cuya sombra abarcara todo el paisaje.
El Pombero (3), tembló Ramoncito. Pensó en los cascotazos a las gallinas, en las mariposas cuyas alas había arrancado, en las hormigas perseguidas con un fósforo. El miedo lo agarraba por la nuca. Mbiguá siguió gruñendo bajito, sin moverse de su lado. Si las hubiera tenido todas consigo, habría salido ladrando a atacar al intruso.
Sería el Pombero, nomás.
Empezó a rezar un Padrenuestro. Nunca recordaba el final. ¿Serviría para algo? Tal vez resultara, pero la música siguió creciendo.
El Pombero apareció al borde de los árboles, allí donde aún humeaban los troncos rozados por el abuelo para plantar mandioca. Pero ni era un duende ni tenía la piel oscura. Usaba unos pantalones rotosos que dejaban ver las piernas entre jirones de tela antes limpia. Un saco abierto y holgado como el de los espantapájaros y, bajo el sombrero abollado, las crenchas sucias, casi blancas. Traía un pie envuelto en trapos y su mano huesuda apretaba la flauta de tacuapí (4), un mimby, de la que nacía la música, siempre igual a sí misma, la del sueño con la comadreja.
La aparición avanzó trabajosamente por el terreno irregular apoyándose en una rama seca. Como si no viera los raigones, más de una vez tropezó, pero sin interrumpir la música.
Ramoncito pensó que, por ser el Pombero, no se lo veía demasiado peligroso. Tal vez su oración lo había amansado o convertido en bueno. A medida que se acercaba, distinguió las facciones quemadas por el sol (un cuero en el que dos ojos amarillos se tornaban ciegos de tan claros). Recién cuando llegó a la sombra de los bananeros, distinguió a Ramón.
Fue como si despertara.
(1) En algunas regiones selváticas, las viviendas se suelen construir sobre cepos de hasta dos metros de altura para impedir el acceso de alimañas, fieras o inundaciones si se está cerca de un curso de agua.
Ramoncito odiaba su ir y venir cacareando de un lado para el otro. Si tiró de panza bajo el piso de la casa. Acarició a Mbiguá, tendido a su lado, la cola amarilla y peluda golpeando perezosamente la tierra colorada. Cerca de su cabeza, trepando por uno de los cepos que sostenían toda la estructura de la vivienda (1), una arañuela se apuraba a tejer su red.
El chico sacó la gomera del bolsillo, buscó un cascotito. A ver si así, acostado, podía darle a alguna bataraza. Mbiguá paró una oreja cuando lo vio apuntar. Apoyado sobre un codo, Ramón estiró la goma al máximo con el brazo derecho. La piedra no llegó hasta el grupo. Sin embargo, las aves –la colorada, sobre todo- se asustaron con la nube de polvo. Cloqueando, buscaron otra sombra. El perro agitó la cola un poquito más rápido, echó una ojeada a su amo como diciendo “mala suerte” y decidió que lo mejor era dormir para compensar tanta fatiga.
Ahora, con las gallinas lejos, ¿qué podía hacer? Ramón se dio vuelta boca arriba. Nunca había observado el piso de la casa desde la tierra. Bichitos secos, esqueletos de moscas, de mariposas. Una madera crujió sobre su cabeza. El abuelo. Era el único capaz de darse vuelta en la cama a la hora de la siesta, cuando cualquier cambio de posición era un triunfo sobre la pachorra. La abuela no, ella siempre descansaba quieta.
Un terrón en la espalda. Ramoncito se volvió boca abajo. Los párpados no querían permanecer abiertos. Acomodó la cabeza sobre el hueco del brazo doblado. Uno poquito nomás, hasta que las gallinas regresaran al lugar de antes. Se habían perdido de vista y uno nunca sabe adónde van. Así es como cuesta encontrar los huevos porque los ponen en cualquier parte o se los comen las comadrejas.
¡Pobres, las comadrejas, tan feas! Y la primera de ellas, la tatarabuela que no pudo visitarlo al Niño Jesús recién nacido porque ella misma había tenido su cría y estaba sucia. Pero entonces la comadreja rogó: “Señor Niño Dios, no tengo zapatos para ir a verlo. Y mis hijitos, son tan recién nacidos que no los puedo dejar solos. Tengo miedo del yaguareté (2) y de la boa. Mis hijitos no saben correr. ¿Cómo hago para visitarlo, Señor Niño Dios?” La pobre comadreja se retorcía las manos en su madriguera. De a ratos miraba a los cachorros dormidos, blandos, y de a ratos se asomaba a la puerta de su cueva para mirar el cielo oscuro donde una estrella muy brillante mostraba el lugar del Otro Nacimiento. ¿Cómo hacer para no ofender al Señor? Éste se apiadó de su angustia, y a la comadreja le creció la piel de la panza y se le formó una bolsa que desde entonces usa para transportar a su cría. Allá fue la comadreja, contenta de llevar a sus hijitos consigo a todas partes. Una música muy suave la acompañó.
Pero la melodía creció hasta despertar a Ramoncito. Le hormigueaban los brazos y el terrón que antes le molestara en la espalda había marcado su mano. Quiso incorporarse, la cabeza sonó a hueco al pegar contra el piso de la casa. En realidad, lo había despertado el gruñido del perro que ya estaba fuera del escondite, mostrando los dientes, todo erizado. Ramón también salió, arrastrándose, para evitar otro golpe.
La música venía del lado de la selva. Fue creciendo como un hilito de agua parecido a una lombriz, después a culebra, hasta abrirse como un gran pájaro de alas desplegadas cuya sombra abarcara todo el paisaje.
El Pombero (3), tembló Ramoncito. Pensó en los cascotazos a las gallinas, en las mariposas cuyas alas había arrancado, en las hormigas perseguidas con un fósforo. El miedo lo agarraba por la nuca. Mbiguá siguió gruñendo bajito, sin moverse de su lado. Si las hubiera tenido todas consigo, habría salido ladrando a atacar al intruso.
Sería el Pombero, nomás.
Empezó a rezar un Padrenuestro. Nunca recordaba el final. ¿Serviría para algo? Tal vez resultara, pero la música siguió creciendo.
El Pombero apareció al borde de los árboles, allí donde aún humeaban los troncos rozados por el abuelo para plantar mandioca. Pero ni era un duende ni tenía la piel oscura. Usaba unos pantalones rotosos que dejaban ver las piernas entre jirones de tela antes limpia. Un saco abierto y holgado como el de los espantapájaros y, bajo el sombrero abollado, las crenchas sucias, casi blancas. Traía un pie envuelto en trapos y su mano huesuda apretaba la flauta de tacuapí (4), un mimby, de la que nacía la música, siempre igual a sí misma, la del sueño con la comadreja.
La aparición avanzó trabajosamente por el terreno irregular apoyándose en una rama seca. Como si no viera los raigones, más de una vez tropezó, pero sin interrumpir la música.
Ramoncito pensó que, por ser el Pombero, no se lo veía demasiado peligroso. Tal vez su oración lo había amansado o convertido en bueno. A medida que se acercaba, distinguió las facciones quemadas por el sol (un cuero en el que dos ojos amarillos se tornaban ciegos de tan claros). Recién cuando llegó a la sombra de los bananeros, distinguió a Ramón.
Fue como si despertara.
(1) En algunas regiones selváticas, las viviendas se suelen construir sobre cepos de hasta dos metros de altura para impedir el acceso de alimañas, fieras o inundaciones si se está cerca de un curso de agua.
(2) Tigre americano.
(3) Leyenda del litoral argentino. El Pombero es un duende que usa sombrero de ala ancha. Para conquistar su favor, se le hace una ofrenda de tabaco. Jamás se le debe decir “pombero” más bien “señor”. Es muy enamoradizo y no es raro que embarace a sus elegidas.
(3) Leyenda del litoral argentino. El Pombero es un duende que usa sombrero de ala ancha. Para conquistar su favor, se le hace una ofrenda de tabaco. Jamás se le debe decir “pombero” más bien “señor”. Es muy enamoradizo y no es raro que embarace a sus elegidas.
(4) Caña muy fina utilizada como instrumento de viento.
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