17/1/09

Mafalda

Voraces, arrasan con todo lo que sus mandíbulas puedan triturar, vivo o muerto. Tras su paso, no queda ningún ser viviente. El Gurí ve una langosta pegada a una rama. Las hormigas pasan por encima de ella, mimetizada con el vegetal. Él piensa en el peso de ese ejército doble­gando la resistencia de la langosta, en su esfuerzo por quedarse quieta, como ya muerta.
La ignoran.
-¡Salvada! -suspira el Gurí. Los milagros también ocurren hasta con los más pequeños.
Se incorpora. ¡Ha perdido tanto tiempo en este tramo del camino! ¡Ha perdido tantos días de enferme­dad sin ver a Mafalda! Ahora ya le llegará al hombro. Se siente atacado por grandes oleadas de ansiedad. Quisiera estar en su estudio, tomar mate cocido y contarle la historia de la langos­ta, su temor, su alivio, mientras ella dibuja flores que seguramente tiene en un vaso.
La casa de Mafalda Querciola está cerrada.
-Viajó a su patria, pero volverá. Llevó cuadros pa­ra mostrarlos.
La noticia es mala. Peor que mala. Mafalda se fue mientras él estaba de espaldas, peleando con la fiebre, con el crecimiento. Se fue a traición, cuando el Gurí cruzaba el puente que separa la infancia de la adolescencia.
La voz de Juan Sigmar cae sobre sus oídos leve­mente, como los pétalos amarillos en la selva.
“-Se fue poco después de que te enfermaras. Contabas cosas raras, Gurí, dicen. Hablabas de piedras, de ani­males. Te llamabas Kaingang, cainguá. O, si no, grita­bas que eras el Intangible. ¿De dónde sacaste esas cosas, Gurí? ¿De dónde?... ¿El Gringo? ¿Quién sabe? Te enfermaste una noche y él partió al otro mediodía. Casi lo apedrean. Los perros querían morderlo y no se Ie animaban. Las patas tiesas, temblando por saltar, pero retenidos como si alguien los frenara. Tenían el rabo entre las patas, los colmillos al aire hasta las encías. Ni yo, que de animales sé, me atreví a calmarlos. Y no había forma de acallarlo a él. Así es como casi llegaron a tirarle pie­dras. Nadie lo quería. Daba miedo.
Todo empezó cuando Eduviges, la viuda del aco­piador de pieles, salió de misa. La vieja tiene esa voz chillona que le hace preguntarse a uno cómo es que el marido la aguantó tantos años. Y el otro, encima, que había estado amolando la paciencia desde el amanecer.
Sale entonces la vieja, justito cuando el Gringo había echado la cabeza hacia atrás y empezado a bai­lar. En ningún momento dejó de cantar la melodía que hubiese tocado con el mimby de haber tenido tres manos.
-iRetro, Satanás! -le gritó la Eduviges desde el portal de la iglesia. En el aire revoleó el misal y el ro­sario que sostenía en su zarpa. Como si fueran armas los revoleó y no cosas de culto.
-¡Retro, retro! -volvió a gritarle y su cara sin cejas ni pestañas se puso amarilla, después morada.
EI Gringo apenas se inmutó. Dejó de saltar y sus movimientos se hicieron elásticos como el agua que fluye, había una suavidad en él que recor­daba el gorgoteo del río cuando aprieta el calor. Se le acercó muy despacio, como brisa.

                                      

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