17/1/09

Venado

Le pasó los binoculares a Ramón. Consiguió enfo­car, bajo el ala rota del sombrero de paja, una boca de labios muy gruesos, entreabierta. Le vio algunos dientes partidos, otros picados. El mentón, cubierto por una barba negra de varios días, parecía prolongarse cuello abajo y perderse en una camisa a cuadros, sucia y deshilachada. No era viejo.
Alcanzó a ver aún, en el fondo del bote, un madero grueso y el extremo de un cabo.
-¡Cubrite! -ordenó Medina. Los dos se echaron boca abajo.
Oyeron, de inmediato, un tropel sordo. Luego el caer de un cuerpo al agua, después otro y casi ense­guida, un tercero.
Tres cabezas, un venado a la punta, dos perros detrás. De vez en cuando un ladrido, pero los animales ahorraban fuerzas para perseguir a su víctima.
Medina sintió la tibieza de la tierra a través de la ropa. Apenas un momento antes, el sol había estado calentando ese pedacito de suelo. Aun sabiendo de su propia sangre el latido que percibía, prefirió creer que la tierra pulsaba bajo su ombligo y, fugazmente, le agradó imaginarse alimentado por ella.
Había otras criaturas –ellas sí- a punto de bene­ficiarse con el evento inesperado: los mosquitos. Zumbaron, indecisos por la gula, alrededor del cue­llo y las orejas de los dos hombres. Ambos exhalaban un apetitoso olor a juventud que prolongaría sus propias pequeñas vidas. Apenas se apoyaban en la piel, creía percibir un lugar mejor un poco más lejos, por lo que volvían a levantar vuelo sin clavar el aguijón. Vampiros alados, si no chocaron en el aire fue milagro. La sed y el vaho, intensificado por el calor y la adrenalina que despedían esos dos cuerpos, hicieron que los mosquitos se pre­cipitaran sobre las víctimas inmóviles.
Medina apuntó a una de las dos cabezas que seguían a la primera. Se afirmó un poco en los codos. Sos­tuvo la pistola con las dos manos para no fallar. Disparó.
Los escasos ruidos que aún persistían a esa hora, quedaron en suspenso. Luego hubo un revoloteo de pájaros, algunos chillaron, levantó vuelo un caraco­lero, un anó chico abandonó su rama, asustado.
El hombre del bote, que ni se había movido al lanzarse los tres animales al agua, bruscamente levantó algo escondido detrás de su asiento: una escopeta de caño recortado.
En el río, los dos animales seguían nadando. El ve­nado primero, detrás el perro. Habían dejado atrás el gran manchón rojo que la corriente se encargó de arrastrar.
-Ahora empieza lo bueno -dijo Medina entre dien­tes-, ya le reventé un perro.
El tiro del otro lado destruyó el silencio. Se dis­persó contra las hojas encima de ellos y la orilla del agua quedó erizada por el impacto múltiple.
Ramón se sentía impotente tirado boca abajo, sin poder hacer nada.
-Prestámela -le tendió la mano a Medina.
-No, están más allá del medio del río, por donde cruza la frontera. Esta vez mi venado no se salva.
El perro había dirigido a la presa hacia el bote.
Hasta a esa distancia era perceptible la lucha del ani­mal por sacarle ventaja a su perseguidor. El hocico se hundía por momentos, mientras las patas delanteras agitaban el agua en un afán desesperado por cobrar velocidad. Varias veces había querido desviarse hacia un lado u otro para evitar el encuentro con el bote que se le presentaba como un obstáculo insalvable, pero el otro animal -bien entre­nado- se encargó de guiarlo hacia su amo, con ladri­dos cortos y gruñidos.
No faltaba mucho para llegar al bote, puede que uno o dos metros. El venado, una vez más, orientó la cabeza hacia la izquierda de la embarcación. Se le notó el intento de cambiar el curso, arqueó el lomo bajo el agua. Pero el perro, en una maniobra rapidísima, se colocó a la par y volvió a orientarlo hacia el bote.
El cazador soltó la escopeta. Empuñó un madero grueso y levantó el brazo muy alto, por encima de su cabeza. Cuando tuvo a la presa cerca, lo descargó sobre la cabeza del venado. El bote vaciló, despidiendo cir­culares olas enérgicas que fueron a chocar con las pro­vocadas por el perro y la víctima.
Una gran calma pareció bajar sobre todo cuando el hombre ató una soga al cuello del animal muerto antes de que empezara a hundirse.
Ramón volteó la cabeza para ver a Medina. Tenía la cara bañada en sudor, como si hubiera hecho un esfuerzo descomunal.
-Son siempre los mismos. Algún día caen, como que hay Dios. O puede caer uno de nosotros. Pero éste -señaló hacia el río con la cabeza- también va a caer, igual que su puerco perro. Por lo menos ahora tiene uno solo. Y le va a llevar tiempo entrenar a otro, catire.
Ramón hubiera preferido ignorar todo eso. Pero él había visto. ¿Hasta qué punto el conocimiento no nos hace más desgraciados? se preguntó. Saber, ahora, le señalaba un solo camino: el de la acción. No iba a ser fácil impedir que estas cosas siguieran pasando. La decisión de volver a la selva se le había antojado, en su mo­mento, una luz diáfana que iluminaría la vida entera. Ahora sabía que tenía una responsabilidad.

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